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ELISABETH I, EL ÚLTIMO BAILE
CUANDO EL ACTOR ES ÉL
Y NO SU PERSONAJE |
Título: Elizabeth I, el último baile
Un espectáculo de Lindsay Kemp con la colaboración de David
Haughton
Intérprete protagonista, y director:
Lindsay Kemp
Música: Carlos Miranda
Vestuario: Sandy Powell
Coreografía: Marco Berriel,
Escenografía: Lindsay Kemp con Lorenzo Cutúli
Diseño de Iluminación: Lindsay Kemp con José M. Cerdeiriña,
"Ciru" (a.a.i.)
Producción: Concha Busto
Producción y Distribución en coproducción con Palacio de
Festivales de Cantabria, Teatro Arriaga de Bilbao, Teatro
Calderón de Valladolid, Gran Teatro de Córdoba y Teatro Cuyás.
Intérpretes: Lindsay Kemp (Elizabeth), Paola Dominguin (María
Estuardo / Lettice Knowles),
Marco Berriel (Robert Dudley, conde
de Leicester), François Testory (François, duque de Anjou), Gianluca Margheri (Robert Devereaux, conde de Essex John),
Angelo Smimmo (Dee / cortesano)
Jordi Buxó (Cortesano),
Francesca Fusari (Dama de la Corte),
Carlos Miranda (Músico
(zanfoña, tiorba, guitarra).
País : España
Duración aproximada: 1 hora y 30 minutos (sin intermedio). |
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Hace casi tres décadas, el mimo y director inglés Lindsay Kemp
dio a conocer Flowers, primero de sus espectáculos que se
representó en España. Causó tal impacto en los espectadores más
inquietos, que, entre nosotros, el título quedó fuertemente
ligado al del creador. A partir de entonces contó en España con
un público devoto cada vez más amplio que hizo del artista un
asiduo de nuestros escenarios. Algunos años después, Manuel
Gómez, en su Diccionario de Teatro, señalaba que el teatro de
Kemp mostraba una permanente preocupación por una belleza en la
que convivían, la que respondía al modelo tradicional, con el
sadismo, la crueldad, la sordidez y el patetismo. Añadía que el
resultado era una dramaturgia ceremonial en la que los gestos,
los ademanes y la danza ocupaban un papel de primer orden. Se
diría que Flowers fue un fuego alimentado, entre otros, por
Artaud, cuyas llamas crecían, poderosas, a cada nuevo
espectáculo. Poco variaba de uno a otro y, sin embargo, después
de ver este último baile de Elsabeth I, se tiene la sensación de
que esa continuidad ha conducido al creador a un callejón sin
salida, tal vez a un final de trayecto. Se diría que aquellas
llamas no tenían la fuerza que aparentaban. Uno cree que la
causa es que, el encargado de mantenerlas vivas, fue mostrándose
cada vez más interesado en el vistoso chisporroteo de colores
que despiden que en suministrar energía al cuerpo del cual
surgen.
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Elisabeth I, el último baile es la culminación de ese proceso de
descomposición. Todo contribuye a ello, empezando por la actitud
del propio artista, presente en todo el proceso creativo, sin
dejar apenas espacio a otras aportaciones o, cuando se producen,
tomando sólo en consideración las que proceden de sus
colaboradores más fieles. La endogamia y el excesivo
protagonismo son las señas de identidad de esta veterana
compañía. No es un caso excepcional en la historia del teatro.
Lo que sucede es que, en algunos casos, se superan los riesgos,
y, en éste, no. La propuesta vuelve a ser reiterativa, como las
más recientes, y el interés por los asuntos que aborda es
relativo. Sin negar que todos tienen un denominador común, que
es la presencia de la muerte, más que las historias que se
cuentan, a Kemp le interesa que estén protagonizadas por
personajes cuyos papeles desea interpretar. Si en ocasiones
pretéritas, Kemp fue Salomé o Nininski, ahora le toca el turno a
la llamada Reina Virgen. Mucho ha tardado en incorporar a este
ser fascinante a su galería de personajes, sobre todo, si es
cierto que su fascinación por él nació cuado, a los cinco años
de edad, vio la interpretación cinematográfica que de él hizo
Bette Davis. |
Contradiciendo lo anterior, asegura
Lidsay Kemp que la decisión
de interpretar a determinados personajes no es consciente, que
son ellos los que, tarde o temprano, le escogen a él. La
realidad lo desmiente. Es Kemp el que los elige y los moldea a
su voluntad. Es él el que fábrica las máscaras con las que se
cubre el rostro y finge ser otro. No representa a tal o cual
personaje, sino que se disfraza de él. Ahora como antes, vemos,
pues, a Lidsay Kemp y a nadie más. Por si quedara alguna duda,
cuando el espectáculo camina hacia el desenlace, se despoja de
ropajes y pelucas y sigue actuando como si quisiera recordar
que, en su caso, el verdadero protagonista es el actor y no el
papel que representa. No satisfecho con ser el centro del
espectáculo, lo ha envuelto en el celofán de unas coreografías
de dudosa belleza. El resultado es una cosa amanerada y sin
sustancia. En Elisabeth I, el último baile se muestran, de forma
descarnada, las debilidades de un modelo teatral obsoleto.
Lidsay Kemp, uno de sus pocos representantes en activo, se ha
vestido de fuegos artificiales y se ha consumido en ellos. A
quiénes un día le admiramos y hoy seguimos respetando nos
gustaría que, cual Ave Fénix, renaciera de estas grises cenizas
y, si fuera posible, buscara, para volar, otros espacios.
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