MIGUEL ANGEL MEDINA VICARIO

PASIÓN POR EL TEATRO


Marcelo Grande: La ronda, de A. Schnitzler. Teatro Romea, 1986


 
Cuando el equipo RESEÑA de Teatro comienza una nueva andadura en este proyecto MADRID TEATRO en la página web www.poloniamadryt.net, está ausente un entrañable colaborador: MIGUEL ANGEL MEDINA VICARIO.
Crítico, casi desde los inicios, de la Revista RESEÑA, hoy traemos su recuerdo a este MADRID TEATRO, en el cual él no hubiera dudado en colaborar, con tal de seguir manteniendo viva la llama del Teatro.
En su momento, Jerónimo López Mozo trazó una semblanza de Miguel como hombre, autor teatral, y profesor en la RESAD (Real Escuela Superior de Arte dramático).
 


 


Miguel Ángel Medina Vicario
(Foto: Ignacio García May)
En numerosas ocasiones, RESEÑA se ha hecho eco de la muerte de figuras relevantes del teatro. En esta ocasión el protagonista de la triste noticia es uno de sus colaboradores más veteranos, Miguel Ángel Medina Vicario, de cuya mano entró en estas páginas el autor. de estas líneas. Cuando ambos se conocieron, a mediados de los años setenta, Medina era un autor en ciernes y estudiaba en la Real Escuela Superior de Arte Dramático. Por entonces se incorporó a la plantilla de la compañía Iberia -él, al que le daba pánico volar- y en ella permaneció varios años renegando de un trabajo burocrático que detestaba y soñando con un futuro dedicado por entero al teatro.


AUTOR TEATRAL


Aquellos años le fueron fructíferos como autor. A una obra primeriza titulada Dos farsas o cuentos trágicos para ser representados (1970), fue añadiendo otras: La presa, La feria de Valverde, La gran fiesta de la soledad perpetua, Ratas de archivo, El café de Marfil o las últimas fiestas de Las Acabanzas, El camerino, El laberinto de los desencantos, Claves de vacío, A imagen y semejanza, La plaza y Volverá a nevar si lo deseas, amén de una de las mejores obras de teatro infantil escritas en las últimas décadas: Quico, el niño que quiso ser cómico, que tendría su continuación, años después, en Quico, soldadito sin plomo. Con ellas obtuvo premios como el de Teatro Breve de Vallado- lid, La Parrilla, Ciudad de Palma, Soto de Torres, Villa de Salobreña y Villa de Alcorcón. Casi todas fue- ron publicadas y varias representadas. Buero Vallejo asistió, en 1975, al estreno, en un colegio mayor, de La presa, en la que Miguel actuaba. Al concluir, a las palabras de elogio, añadió algún consejo y le animó a seguir el camino emprendido. Miguel, que entonces seguía, en su escritura, pautas realistas, tomó buena nota de cuanto le dijo el maestro.

CRÍTICO DE RESEÑA Y TRIUNFO

En esos años se incorporó, como crítico, a esta revista, a la que ha permanecido estrechamente unido hasta su muerte. También ejerció esa labor en Triunfo, en la que sustituyó durante algunos meses a José Monleón, y en Argumentos. De 1976 es su importante ensayo El teatro español en el banquillo, en el que recogía las cincuenta y dos entrevistas que realizó a profesionales de la escena. El conjunto de declaraciones y el análisis que hizo de las mismas, centrado, sobre todo, en la psicología del artista teatral, proporcionaron una radiografía del estado del teatro español en los años postreros del franquismo, en la que se apreciaban, con absoluta nitidez, las tendencias éticas y estéticas existentes.

PROFESOR EN LA RESAD

En 1987, se cumplió su deseo de dedicar su vida profesional al teatro. Obtuvo, por oposición, la plaza de profesor de Literatura Dramática en la RESAD y pudo abandonar su puesto en Iberia. Su entrega a la escuela fue absoluta. Ricardo Domenech, su director, le convertiría enseguida en uno de sus más estrechos colaboradores. Le encomendó importantes tareas que exigían una dedicación intensa. Así, jugó un importante papel en el proceso que llevó a que los estudios de la RESAD adquirieran rango universitario y llegó a ser, durante algunos años, director del Centro. No abandonó, sin embargo, la escritura. Ahí están, para probarlo, Ácido lúdico, que mereció, en 1989, el Premio Llovet, La cola del difunto, Flor de azar, Desconciertos o Prometeo equivocado, amén de los numerosos trabajos dramatúrgicos que ha hecho sobre obras de otros autores, destinados, casi todos, a ser montados en la Escuela. El último, una versión de El balcón, de Genet, que será dirigido por Yolanda Montreal. Pero es indudable que, en los últimos años, su producción decreció. Falta de tiempo, desde luego, aunque lo encontró para culminar otros ensayos: Los géneros dramáticos en la obra teatral de José Luis Alonso de Santos, con el que obtuvo el 11 Premio Internacional de Ensayo de la Asociación de Autores de Teatro, Fernando Fernán Gómez, el hombre que quiso ser J. Cooper y Los géneros dramáticos, un manual que, como ha dicho Luis Landero, ha venido a llenar un vacío teórico y a poner orden en ese embrollo de géneros y subgéneros que a menudo se invocan rutinariamente.

ESCRITURA TEATRAL

Volviendo a la escritura teatral, ¿hubo, además de la evidente falta de tiempo, cierto desencanto ante el hecho de que obras premiadas y publicadas no llegaran a los escenarios y cuando lo hicieron tuvieran escasa difusión, aunque las puestas en escena, algunas de Antonio Malonda, fueran espléndidas? Sin duda. Pero en este aspecto, la suerte de Miguel Medina no es muy distinta a la de otros auto- res españoles que no se dejaron tentar, cuando la situación invitaba a ello, por un teatro de bajos vuelos.
Los prólogos de Domingo Miras a El café de Marfil y de Ignacio Amestoy a Prometeo equivocado ayudan a definir al Medina dramaturgo. Amestoy le sitúa entre los autores que, ligados al teatro independiente, iniciaron su escritura durante la transición política de la dictadura a la democracia. Miras, por su parte, aseguraba que nuestro autor no orientaba su escritura hacia el teatro representado, sino que es el teatro representado el que inspiraba su escritura o, dicho de otro modo, que, en su caso, primero estaba el actor y, luego, el escritor. Coincidían ambos en que Medina se expresaba formalmente en la clave rea- lista de sus antecesores, pero que, en la temática, se inclinaba por la que preocupaba a los más jóvenes, que no era sino la «patológica opresión asfixiante del tardofranquismo de los sesenta». Así fue al principio, porque luego, se adentró en el fértil y poco transitado territorio en el que, muchos años atrás, Valle-Inclán y Gutiérrez Solana habían sembrado lo que bien puede calificarse de vanguardia de honda raíz española. Miras situaba eso que Amestoy llamaba punto de inflexión en la escritura dramática de Medina Vicario en el lapso de tiempo comprendido entre 1977 y 1984, fechas en que fueron redactadas El café de Marfil y La Plaza, respectivamente. Muchos años separan ambas creaciones, lo que sugiere que en la estética de Medina Vicario no hubo ruptura, sino lenta evolución. Por eso Amestoy encuentra en su teatro más reciente no pocas «cicatrices» que dan testimonio de sus primeras y no olvidadas influencias. En cuanto a los asuntos tratados en sus obras, reflejo del pensamiento y de los sentimientos de Medina, Amestoy destaca, entre otros, su crítica del capitalismo como droga (La plaza), el abandono del compromiso político durante la transición (Ácido lúdico) y la libertad del ser humano (Prometeo equivocado).
Miguel tuvo en la RESAD su segunda casa. Los alumnos eran su otra familia. Miguel tenía cincuenta y cuatro años. Murió tras pronunciar una conferencia ante los alumnos de un nuevo centro de enseñanza dramática que se inauguraba en la provincia de Alicante, es decir, hablando de teatro, su gran pasión.
 


Jerónimo López Mozo
Copyright©lópezmozo 2001
Reseña, n.327, mayo 2001
pp 36-37

 

 

 
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