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AÑOS 90. NACIMOS PARA SER ESTRELLAS
Con personalidad propia

Título: Años noventa.
Nacimos para ser estrellas
Texto: Pablo Fidalgo y Celso Jiménez
Dirección: La tristura
Iluminación: David Benito
Intérpretes: Itsaso Arana y Violeta Gil
Estreno en Madrid: Sala El Canto de la Cabra,
1 – V - 2008

FOTO: DAVID BENITO

La primera entrega de La tristura era ya muy prometedora. Tuvimos ocasión de consignarlo cuando se estrenó en El Canto de la Cabra La velocidad del padre, la velocidad de la madre, que permitía atisbar ya la realidad de una  compañía con estilo propio, con cosas que decir y con voluntad de hacerlo. La huella inequívoca de algunos maestros no impedía distinguir un lenguaje personal que comenzaba a definirse con brillantez y que resultaba particularmente estimulante, sobre todo si se consideraba que se trataba de una compañía tan joven. Su segundo trabajo,  Años noventa. Nacimos para ser estrellas, confirma gozosamente aquellas promesas. Se advierte una maduración notable del grupo, como si hubieran transcurrido años entre uno y otro espectáculo, sin que hayan perdido por ello su frescura,  ni una identidad colectiva que van conformando coherente y responsablemente.    



FOTO: DAVID BENITO
Ya desde su anfibológico título Años noventa. Nacimos para ser estrellas es a la vez un espectáculo crepuscular y auroral, mostrado desde una mirada apocalíptica y juvenil,  a un tiempo.  La historia  de dos hombres maduros, encarnados por dos mujeres muy jóvenes en una suerte de extrañamiento, pero también de deliberada ambigüedad, de superposición de planos vitales, de metafórica convergencia, aporta un rico juego de sugerencias, desde la conciencia de un final a que han abocado las frustraciones con que se saldaron ilusiones y utopías o los errores personales, que han impedido a estos personajes ver cumplidos sus sueños individuales y colectivos. El término de los años  noventa sugiere un año cero, un desenlace, que algunos llamaron fin de la historia, y que para La Tristura estaría simbolizado por el ataque a las Torres gemelas, apocalíptica imagen de un desenlace explosivo y contundente, que envía a las estrellas a toda una civilización, sociedad del espectáculo sublimada, convertida en ceremonia de inmolación de sí misma y para sí misma.

Pero es también un momento para nacer, para soñar de nuevo con las estrellas, para querer otra cosa distinta de aquella para la que se es educado o la que se es destinado. El pesimismo o  la purificación por la violencia resultan paradójicamente estimulantes, anuncio o proclamación de formas nuevas de afrontar la existencia, liberación de prejuicios o imposiciones, rechazo de limitaciones y mediocridades. La crítica, demoledora,  a un entorno, histórico y colectivo, aunque también concreto y próximo, es una expresión de rebeldía juvenil, no exenta de rabia y no falta, incluso, de precisos ajustes de cuentas y de confidencias personales, pero es además un grito de amor, generoso y desgarrado,  entrañable y comprometido, sin temores, tal como muestra el desenlace del espectáculo, un desenlace obtenido tras la prórroga que el propio grupo se/nos concede. El encuentro físico, apasionado  e intenso entre las dos actrices culmina un ciclo que se abría justamente con la pugna, igualmente física, entre los cuerpos de las dos actrices. Esas estrellas en que quieren convertirse las jóvenes llegadas a la capital para triunfar o en las que desearon convertirse quienes lo hicieron años atrás, y a quienes se lo impidieron muy precisas y conocidas circunstancias históricas, parecían haberse burlado de sus empeños, pero aún les queda luz para arrojar sobre todos. Años noventa. Nacimos para ser estrellas es además la historia de la relación con la cultura, con la creación, con el entorno expresado a través de variantes de la clásica dualidad: acción-razón, actividad-pasividad, exterioridad-interioridad, etc., encarnada en dos personajes, que bien pudieran ser las facetas complementarias de un único ser humano o, también, la síntesis de una multiplicidad de hombres y mujeres que se enfrentan cada día con el mundo que les rodea.

Un signo de la madurez del espectáculo se encuentra en una construcción teatral en relieve, con fracturas deliberadas en la linealidad de la historia, con momentos de apelación al público, con la posibilidad de que una de las actrices salga informalmente de escena, tras despedirse familiarmente, y regresar un tiempo después. Pero esta cuidada composición no conduce a desestructurar el espectáculo, por el contrario,  la palabra y acción se  imbrican, el compromiso físico y moral de las actrices ofrece la sensación de plenitud y las imágenes –algunas de ellas muy potentes- parecen brotar de una necesidad dramática de componerlas.  Merece recordarse la escritura sobre el cuerpo de una de las actrices el nombre de los fascistas que condicionaron la vida de los personajes: Nos educaron los fascistas/ Y saben educar/ (…). Sé que tengo que pelear con mi educación/ Y perder/ Porque cada vez que peleo con mi educación/ Estoy peleando con los fascistas. O los diálogos en húngaro, extraídos de sus películas preferidas y convertidas en sortilegios de la propia relación entre los personajes.
FOTO: DAVID BENITO

La escritura es más cernida y depurada que en el trabajo anterior, más literaria y más teatral a un tiempo. El recurso al verso libre a la manera de Bernhard o de Rodrigo García – ambos reciben su homenaje en este trabajo -  resulta hiriente y hermoso, ácido y lírico a la vez. Como en García, la palabra provoca continuamente imágenes, a veces dolorosas y a veces tiernas, pero nos encontramos lejos de la imitación, fuera de alguna cita concreta a manera de reconocimiento. El lenguaje de Pablo Fidalgo y Celso Jiménez carece de la ironía de García y su violencia está más contenida. Tampoco participa del gusto por la recurrencia agobiante tan característico de Bernhard. El ritmo singular de este verso libre incide menos en la salmodia o en la reiteración y busca una mayor encarnadura en el personaje, en el terreno de la confesión íntima o de la relación profunda con el otro. Hay más juventud en este texto, menos desencanto y menos escepticismo. Su voz suena  sincera y potente, acaso no despojada todavía de una sana dosis de ingenuidad incluso de esperanza, aunque tampoco hagan concesión moral ni estética alguna, capaz de magníficos hallazgos verbales.

La tristura deja de ser una promesa con este espectáculo. Es ya una compañía con voz propia en el panorama teatral español, a pesar de su juventud, a  la que hay que seguir con atención. Es deseable que su responsabilidad no atenace su capacidad de creación sino que estimule a los componentes del grupo a continuar por este camino y  a crecer teatralmente.  No estamos sobrados de audacia ni de originalidad en las propuestas que se exhiben en los escenarios madrileños.  Espero mucho de La tristura.


Eduardo Pérez – Rasilla
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