La lluvia amarilla. Crítica. Imprimir
Escrito por Eduardo Pérez Rasilla.   
Domingo, 04 de Abril de 2010 08:34

LA LLUVIA AMARILLA
TEATRALIDAD TELÚRICA

[2008-07-23]

A finales de los ochenta Julio Llamazares escribía una novela alejada de las modas imperantes.


LA LLUVIA AMARILLA
Teatralidad telúrica

Título: La lluvia amarilla
Autor: Julio Llamazares
Dramaturgia: José Ramón Fernández
Dirección musical: Montserrat Muñoz
Escenografía: Francisco Ramírez
y Emilio del Valle
Iluminación: José Manuel Guerra
Vestuario: Ana Rodrigo
Dirección técnica: Francisco Ramírez
Espacio sonoro y audiovisual: Jorge Muñoz
Imagen de la obra: Bully
Realización escenografía, utilería y maquinaria: Francisco Ramírez
Técnico de iluminación: Eduardo Vizuete
Asesoría: Gómez Cuesta Asesores
Producción ejecutiva: Carolina Solas
Fotografía: Pepe Torrente
Ayudante de dirección: Jorge Muñoz
Distribución y gerencia: [in]constantesteatro
Compañía: Producciones Inconstantes
Intérpretes: Chema de Miguel Bilbao (Andrés), Francisco Lumbreras (músico)
Dirección: Emilio del Valle
Duración aproximada: 70 minutos
Estreno en Madrid: Teatro Español
(Sala Pequeña), 3 – VII - 2008



CHEMA DE MIGUEL
FOTOS: PEPE TORRENTE


CHEMA DE MIGUEL
FOTO: PEPE TORRENTE
A finales de los ochenta Julio Llamazares escribía una novela alejada de las modas imperantes. El mundo mostrado en ella no se correspondía con las representaciones  que el país se hacía de sí mismo en aquellos momentos. Frente a lo cosmopolita, lo dinámico, lo urbano y lo próspero, categorías que parecían delimitar los horizontes colectivos, Llamazares elegía el intimismo, la decadencia y la muerte, ubicadas en un ámbito de extrema dureza: un pueblo abandonado de los Pirineos, quintaesencia de una naturaleza primitiva y hostil, aunque no exenta de lirismo. El título de La lluvia amarilla sugería precisamente esos perfiles de un pueblo abandonado por todos, excepto por un último habitante, que permanecía en él hasta su muerte, convertida a su vez en símbolo de la desaparición del lugar y de tantos otros de condiciones semejantes. El éxodo del campo a la ciudad, de las formas de vida relacionadas con la naturaleza en su estado más primitivo a la artificiosidad de la vida urbana, aportaba un apretado resumen de la historia reciente de España, pero también un empeño en recuperar esa memoria a la que el país parece tan reticente,  y que constituye uno de los empeños principales de la narrativa de Llamazares. La lluvia amarilla, quizás contra todo pronóstico, alcanzó una notable difusión y un merecido prestigio entre lectores y críticos.
 
Ahora en una etapa en la que de nuevo parece gozar de fortuna la adaptación de novelas al escenario, Inconstantes teatro ha decidido llevar a las tablas La lluvia amarilla. El responsable de la dramaturgia ha sido José Ramón Fernández, un escritor que se desenvuelve con soltura y con gusto en estos territorios y que ha dedicado parte de su obra precisamente a este mundo rural en decadencia, atravesado por la rudeza y la poesía. Su tarea ha sido limpia, ha consistido en cortar con prudencia  pasajes de la novela de los que se podía prescindir en una representación que no supera los setenta minutos. Se mantiene intacto el espíritu del libro y permanecen también los episodios principales y el lenguaje, sobrio, poético e intenso que lo caracteriza.
Naturalmente, el espectador podrá echar de menos este o aquel pasaje o podrá discutir la conveniencia de llevar a la escena y reducir el contenido de la novela, pero difícilmente encontrará argumentos para acusar al dramaturgo de falta de respeto o de delicadeza en su trabajo.

CHEMA DE MIGUEL
FOTO: PEPE TORRENTE

La dirección escénica de Emilio del Valle ha trabajado también desde la austeridad teatral. Ha procurado que la historia y la letra de La lluvia amarilla ocuparan el primer plano de la representación y, para ello, ha prescindido elementos superfluos y ha dotado a la dramatización de un ritmo adecuado, cuyo tiempo lo marca un hallazgo tan aparentemente sencillo como eficaz: El personaje cocina un guiso en el primer término del escenario, cuya cocción terminará precisamente con el desenlace de  la historia.  En este elemento, que funciona como marca temporal, se apoya también la dimensión moderadamente ritual de la escenificación. El personaje prepara su muerte, que es también la muerte del pueblo y de todo lo que simboliza, y organiza su propio entierro y la bienvenida a quienes se encargarán de ultimarlo, lo que supone una suerte de despedida y de ajuste de cuentas. El banquete fúnebre ofrecido a sus enterradores simboliza el sacrificio del último habitante y expresa también una manera sarcástica y amargamente humorística de despedirse del mundo y de ofrecerse –ritualmente- a quienes abandonaron el pueblo tiempo atrás.


CHEMA DE MIGUEL
FOTOS: PEPE TORRENTE
El personaje en escena es Chema de Miguel, una elección adecuada por su físico y su voz, pero también por su empatía con el personaje y con la situación. El actor, que ha madurado notablemente como intérprete, realiza un trabajo comprometido, ajustado, intenso y contenido, y ofrece así un personaje convincente y veraz.  A través de él percibimos  con nitidez la fortaleza y las contradicciones de Andrés, ese hombre tozudo y sensible, no carente de rencores y hasta de pequeñas mezquindades, pero dotado también de una singular grandeza moral, como un viejo héroe que lucha denodadamente contra unas fuerzas que sabe de antemano superiores a las suyas, sin que esta circunstancia le haga desmayar nunca.

Junto a él, en un segundo plano del escenario, el músico y cantante Francisco Lumbreras, que canta y ejecuta la partitura musical del espectáculo, un espacio sonoro sugestivo y hermoso, de notable belleza, pero adecuado a la propuesta y que subraya el carácter telúrico de la teatralización de la novela. Otro de los logros de un trabajo que merece verse por muchas razones.
CHEMA DE MIGUEL
FOTO: PEPE TORRENTE


Eduardo Pérez – Rasilla
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Última actualización el Sábado, 01 de Mayo de 2010 11:48