Tiempo 98. Reseña 1971. Crítica. Imprimir
Escrito por Florencio Segura.   
Sábado, 27 de Marzo de 2010 18:07

 






TIEMPO DE 98
JUAN ANTONIO CASTRO

[2007-08-05]

Eran todavía los últimos años de franquismo y en el teatro ya habían comenzado tiempos de nuevos horizontes. Juan Antonio Castro se presentaba con un texto que se apartaba de la historia oficial.


 

RESEÑA, 1971
NUM. 47, pp 413-415

Tiempo de 98
Juan Antonio Castro

Eran todavía los últimos años de franquismo y en el teatro ya habían comenzado tiempos de nuevos horizontes. Juan Antonio Castro se presentaba con un texto que se apartaba de la historia oficial

 



JUAN ANTONIO CASTRO

Título: Tiempo de 98.
Autor: Juan Antonio Castro.
Director: José Manuel Garrido.
Música: Pedro Luis Domingo.
Escenografía: Gerardo Vera.
Intérpretes: Terele Pávez, Yolanda Farr, Vicente Cuesta, Francisco Guijar, José Hervás, Juan Jesús Valverde.
Estreno en Madrid: Teatro de la Comedia, 20 de mayo de 1971.

Para hacer un comentario justo de este espectáculo que, después de recorrer más de veinte ciudades españolas, se representa en el teatro madrileño de la Comedia, lo primero que hay que decir es lo que no es. No es una segunda versión de Castañuela 70. No es una descripción, ni histórica ni costumbrista, de la segunda mitad del XIX. No es un «collage» de textos de los escritores noventayochistas. No es teatro de aficionados. Es un espectáculo de intención didáctica muy clara, que, apoyado en datos históricos y en algunos textos - los más conocidos - de los escritores del 98, pretende hacer reflexionar al espectador 1971 sobre una serie de fenómenos actuales, usando divertida y dramáticamente la coartada del XIX como distanciamiento histórico que haga aparecer más clara y hábilmente a los es­pañoles de hoy nuestros defectos de hoy, que siguen siendo herederos de los defectos del 98.

Hay, por tanto, una pretendida selectividad en los datos y textos que se manejan, atendiendo a aquéllos que más puedan significar y aludir a la España de hoy. Una selectividad legítima -algún crítico ha dicho que tendenciosa-, para que el espectador ría, se emocione, compare tiempos con tiempos y, en definitiva, se purifique. Creo que Juan Antonio Castro ha conseguido brillantemente su fin. Tal vez, por cierto miedo explicable, se justifique excesivamente declarando una y otra vez su amor a España, a esa España «que nos duele». Tal vez abuse demasiado del didactismo reiterando y explicando con exceso la finalidad pedagógica de la obra. Pero el espectáculo resulta en su conjunto inteligente y dinámico, con pequeños lunares y concesiones a la facilitonería.

Toda la trama de la obra se estructura en torno a dos hilos conductores, uno histórico y otro literario. El histórico va enhebrado, en una clase de un colegio de niñas que canturrean, los datos de la segunda mitad del XIX y va dando paso a una revista de lo que podríamos llamar nuestros demonios seculares: los toros, la guerra civil, el caciquismo, la ramplonería, el flamenquismo, la tertu­lia politiquera, la pobreza del campo, la crueldad y la huera retórica. Este hilo histórico va entreverado con el litera­rio, urdido en torno a textos de Valle, Unamuno, Baroja, Azorín y Antonio Ma­chado, corporeizados en escena por un único actor - Juan Jesús Valverde -, de un modo desigual.

La presentación de los cinco escritores está hábilmente conseguida con un mínimo de caracterización física y apoyada en textos originales de ellos mismos en los que cada uno nos cuenta su nacimiento. Es en todo el tratamiento que Castro hace de estos cinco grandes autores en donde reside, a mi juicio, la parte más floja, menos conseguida, del espectáculo. Sus figuras quedan desdibujadas y superficializadas en sus rasgos más tópicos: el Valle ceceante, el Unamuno enfático, el Azorín minucioso, el Baroja bronco... Únicamente Antonio Machado adquiere perfil y relieve gracias a la interpretación sentida que de sus versos hace Juan Jesús Valverde. Los otros cuatro pasan y repasan fugazmente la escena sin comunicar al público toda la hondura de su emoción y de su personalidad.

Más brillante y más consistente resulta la parte no literaria del espectáculo, en donde Juan Antonio Castro, libre ya de los textos noventayochistas, pasa revista por cuenta propia a los defectos de la sociedad española. Es aquí donde consigue sus aciertos más plenos en la línea dramática y en la cómica. Dramáticamente, me pareció magnífico el cuadro de la guerra. Con una economía enorme de recursos, apoyado únicamente en un diálogo sencillísimo e intencionado, logra un momento lleno de tragedia y emoción contenida que arranca cada día un aplauso incontenible de los espectadores. Carlistas y liberales están significando y transcendiendo otros enfrentamientos civiles posteriores, y el público así lo entiende cuando aplaude este cuadro. Magnífico también es el cuadro de los trabajadores del campo en el coro: «Ara, hermano, suda, hermano, muere, hermano, que es tu único poder..,» Musicalmente, es tal vez lo más conseguido del espectáculo ese coro «in crescendo» y disonante, muy bien interpretado trágica y vocalmente por el grupo de jóvenes actores. Gran calidad de ritmo y tensión dramática alcanza también el coro en el recitado de los versos de Machado hacia el final de la obra. La dosificación del ritmo, el ensamblaje de las voces, la expresión plástica y dramática de todo este cuadro dejan a mucha distancia los resultados de un mero teatro de aficionados. Menos conseguida está la escena del agarrotamiento de Otero con el texto de Baroja y Valle, aunque se logre un contraste certero entre la crueldad negra del hecho y la suavidad armoniosa del canto de la Salve, porque los recursos -los cirios encendidos, las gentes enlutadas y contrahechas, son más fáciles y obvios. El cuadro de la muerte del torero Pepete, apoyada en el romance que canta Yolanda Farr, roza tan sólo la crítica antitaurina y subraya más un cierto aspecto antimonárquico. (Esta escena del torero muerto por el capricho de la reina enlaza más tarde con los coros que cantan a nuestros reyes «castizos y campechanos», con el orador retórico que ensalza ridículamente los valores monárquicos, integrando un conjunto de crítica tímida y algo soterrada a la monarquía española.) Para una crítica más honda y eficaz de lo taurino hubiera servido más directamente cualquier texto de Eugenio Noel, otro escritor del 98.

En la línea cómica alcanza también Juan Antonio Castro brillantes resultados. Deliciosos la canción flamenca de Terele Pávez (“Que qué pasa en Cuba, pues no pasa ná”) y el cuplé de Yolanda Farr (“La medalla que me diste / en el momento de marchar...”), llenos de gracia y de intención y simpáticamente interpretadas por las dos actrices. Muy conseguido el coro de los mantones de Manila, certeramente cortados por el «¡Ramplones!» de Unamuno. Muy graciosa, aunque excesiva, resulta la parodia de Echegaray con que se cierra la primera parte. Muy bien observados los apartes, las exclamaciones, el énfasis y hasta los bises de Ricardo Calvo. Pero tal vez hubiera sido más eficaz el representar meramente cualquier escena de O locura y santidad o El gran Galeoto sin subrayar el ridículo, sino exponiéndolo simplemente.

La escenografía de Gerardo Vera - esa arrugada piel de toro de España - es sencilla y muy funcional en la estructu­ra del escenario graduado. La interpretación es sobresaliente en Terele Pávez ligeramente exagerada como Maestra­ y en Vicente Cuesta, magnífico de emoción, comicidad y naturalidad y que, además, canta muy bien. Todo el conjunto está muy ajustado y disciplinado bajo la eficaz dirección de José Manuel Garrido.

Creo que el espectáculo, en su conjunto, está muy bien logrado, tiene ritmo, gracia y emoción. Dramáticamente, está muy bien estructurado el montaje de datos históricos y textos literarios noventayochistas, contrastado además por los dos personajes de Alfa y Beta, que distancian y contrapuntean todo el contenido acercándolo y relativizándolo con nuestro mundo actual. Creo que Tiempo de 98 es algo más que «un espectáculo de aficionados» o «una tentativa simpática» como ha querido minimizarlo un cierto sector de la crítica (Lorenzo López Sancho en A B C). Se ha intentado presentarlo como un mero «collage» de textos literarios tópicos del 98, cuando, en realidad, la parte más valiosa del espectáculo está precisamente fuera del entorno de estos textos. No es éste el momento de preguntamos por la validez y la vigencia crítica de ese grupo de escritores que - de un modo u otro - formaron esa generación. Se ha dicho de ellos que “no realizaron ninguno de los pensamientos que se propusieron. Todos sin excepción se fueron acomodando al medio ambiente que maldijeran, y unos, pasando a la literatura como admirables modelos de bien escribir; otros, ocupando pensiones y puestos del Estado, se convirtieron poco a poco de recios protestantes en ortodoxos oportunistas”. Castro intenta, hacia el final de su obra, una rápida defensa de la acusación de ineficacia que pesa sobre la generación. Pero Tiempo de 98 no es ni un estudio ni una reflexión sobre los generacionistas, ni pretende serlo. Es, mucho más sencilla y certeramente, una reflexión sobre España, la de entonces y la de ahora, que nos divierte, nos purifica y nos obliga a pensar. Un espectáculo joven, dinámico y sonriente que ha venido a despertar nuestros escenarios dormidos en la rutina, la concesión y la mediocridad. “Dos ojos que avizoran y un ceño que medita”, según el conocido verso de Machado. Tiempo de 98 avizora despiadadamente unos datos históricos incontrovertibles y medita - no tan ceñudamente - su sentido y su actualidad.


Florencio Segura
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Última actualización el Jueves, 29 de Abril de 2010 16:58