Flor de Otoño. Reseña 1975. Crítica. Imprimir
Escrito por Demetrio Luque   
Jueves, 29 de Abril de 2010 07:51
FLOR DE OTOÑO
JOSE MARIA RODRIGUEZ MENDEZ
CONDENADA AL INVERNADERO

[2005-10-14]

Este artículo sobre la obra de Flor de Otoño, se escribe en septiembre octubre de 1975.


RESEÑA, 1975
NUM. 88, pp. 16-17

FLOR DE OTOÑO
JOSE MARIA RODRIGUEZ MENDEZ
CONDENADA AL INVERNADERO

Este artículo sobre la obra de Flor de Otoño, se escribe en septiembre octubre de 1975. En Noviembre de ese año morirá Franco. Desde hace algunos años la censura litigaba con los autores y los silenciaba. Además de un análisis de la obra, el crítico aprovecha para denunciar el ostracismo al que están sometidos autores como Sastre, Olmo y el propio Rodríguez Méndez.


El texto teatral aún no se había estrenado y este análisis se hace a partir de la lectura del texto. De ahí que no haya ninguna alusión al montaje. La salida del texto, primero fue en cine de la mano de Pedro Olea (1978) y posteriormente, el primer montaje teatral se realiza en 1982, gracias a la Diputación y Ayuntamiento de Valencia.

«Un espíritu demoníaco preside las noches infamantes del «barrio chino» de Barcelona: busconas, veteranos en oficios de tercerías, mercaderes de drogas y sujetos de aspecto andrógino, sacerdotes de los más repugnantes ritos y maestros en toda suerte de delitos y crímenes, se muestran hondamente preocupados por su inmediato porvenir. Los burdeles y music-halls que brotan a lo largo de la antigua calle del Conde del Asalto y sus adyacentes ven amenazada su leyenda de enfermizo encanto por la nueva Ley de Vagos.»
La Criolla. (Cabaret de los años 30)


El auténtico LLUISET
FLOR DE OTOÑO
Este trozo de un artículo de J. M. Aguirre publicado en 1933 nos introduce en la atmósfera que refleja Flor de Otoño, la última (1972) y, para muchos, la mejor obra de José María Rodríguez Méndez (Publicada en Primer Acto, núm. 173, 1974).

Si he reproducido una cita histórica como introducción al análisis de la obra, esto se debe a la base real de la mayoría de los lugares, acontecimientos y personajes del texto. Flor de Otoño era un joven de maneras afeminadas, cejas depiladas y labios pintados en forma de corazón que en sus delicadas contorsiones al bailar se metamorfoseaba hasta aparentar un adolescente con la mitad de sus treinta y dos años. Individuo considerado como muy peligroso por la policía como muy peligroso por la policía, asiduo concurrente de como muy peligroso por la policía, asiduo concurrente de los medios extremistas y de los pistoleros, incluso colaboraba con los anarquistas. «La Criolla” (“Bataclan” en la obra) era el más típico cabaret del «barrio chino», feudo de los transformistas, travestís o “imitadores de estrellas”, que cantaban disfrazados de mujer, y que proliferaron en los últimos años veinte y primeros treinta.

En esta obra, subtitulada Una historia del Barrio Chino, Rodríguez Méndez prosigue su temática crítica sobre la sociedad española del siglo presente, estructurada como una serie de «episodios sociales» que «tratan de expresar dramáticamente los sufrimientos, frustraciones y esperanzas de la sociedad en todos sus estratos: desde los infrahombres hasta los niños burgueses y canallas», como dice el mismo Rodríguez Méndez. Sus personajes suelen ser víctimas que no se resignan al papel que les ha tocado en una España de injusticia y pandereta, de crueldad y peso muerto. Su rebelión es vitalista y sus posibilidades de éxito no existen: están abocados a la derrota.

Miembro de la «generación perdida» o «amordazada» que intenta hacer algo en los años cincuenta, Rodríguez Méndez participa también de su visión realista del teatro, sus escenas violentas y críticas que apenas han tenido oportunidad de subir a los escenarios. A pesar de sus catorce obras escritas, Rodríguez Méndez apenas es conocido del gran público como autor teatral. La censura, en su doble vertiente estatal y comercial de los empresarios que dictaminan qué tipo de teatro debe ofrecerse al público, ha sido la responsable de que casi todos los montajes de sus obras lo hayan sido por grupos independientes para representaciones marginales y casuales. «La verdad es que no puedo dejar de considerarme deprimido. Pero no fracasado ni siquiera frustrado. Deprimido, cansado de tanta lucha, sí, pero también convencido de que... traté de expresarme como mejor pude», dirá R. M., para concluir que «ya no escribo para estrenar». El drama personal de esta generación (en la que se hallan Sastre, Olmo y Martín Recuerda entre los más característicos) es que en su momento, cuando el tipo de teatro que escribían pudo haber sido eficaz, las circunstancias políticas del país y la limitación cultural de la población se opusieron como un muro infranqueable ante ellos. El desánimo, después de años de lucha agotadora, explica en parte la, para muchos, destructiva postura del mismo R. M. y de Martín Recuerda al prohibir recientemente a una serie heterogénea de personas, grupos independientes e instituciones (donde se mezclaba a Marsillach y la Espert con los Goliardos y la Organización Sindical) que representaran ninguna de sus obras. ¿Amarga constatación de que lo que el Régimen no aceptaba tampoco era del agrado de los progresistas del teatro?

De hecho, aunque la época del realismo crítico pertenezca a un pasado ya superado, la fuerza creativa de estos autores puede seguir ofreciendo material muy aprovechable, con un nuevo tratamiento por su parte, más cercano a las preocupaciones y estética de la gente del teatro comprometido actual. Si no caen en el peligro de la búsqueda de la comercialización (que podrían conseguir con el oficio que han adquirido), hay lugar (y necesidad) para gente como ellos en la brecha de la lucha cultural.

Una buena prueba de la posible vigencia de los «dramaturgos de la mordaza» se encuentra en Flor de Otoño, obra de enormes sugerencias que merecía ser montada con seriedad.

Flor de Otoño, con estar situada en plena época «retro», tiene de todo menos nostalgia. Quizás su característica más acentuada sea la dicotomía, su división dolorosa en mitades irreconciliables, hermanadas tan sólo por sus condicionantes brutales. Flor de otoño, «imitador de estrellas» que trata de crearse una imagen con su canción:

«Flor de cabaret /
Ojos de pasión /
Flor de Otoño me llaman a mí. /
Flor de invernadero del viejo París. /
Flor de coca, coca, coca ... iiina .. /
misteriosa flor, /
rosa de la Chiina .. Chiiina ... Chiiiina ... Ay ... »

y que es capaz de asesinar ,por celos a otro travestí, es al mismo tiempo «Lluiset», abogado bien considerado y miembro de una familia de la más encopetada burguesía catalana. Entre la alta sociedad y el barrio chino, la homosexualidad y la acracia, su doble vida, lo configura como un personaje extraordinario. En torno suyo, la distinguida familia Serracant (uno de cuyos miembros proclama, como fórmula, que todo lo resuelve la «tranquilidad y buena alimentación»), fabricantes de textiles, paraguas y perfumes, hijos de un general de los de Cuba y Marruecos, forma un bloque para defender el apellido, envuelto en vapores fúnebres y crepusculares.

Para escapar de este encorsetado e hipócrita ambiente, el Lluiset se transfigura en la espectacular Flor de Otoño, capaz de las mayores provocaciones, que se mueve a placer entre el vicio y la pasión. La noche de su .presentación estelar en el «Bataclan» la inicia vestida de lentejuelas en el escenario, para desencadenar una violenta trifulca .Y terminar robando armas en el cuartel de las Atarazanas.
La última parte ofrece la vertiente más «política» del Lluiset, en la cooperativa obrera del «Poble Nou», centro de reunión de ,los anarquistas locales. Allí dirige atentados y atracos, que culminan con un ataque de la Guardia Civil que rodea el edificio y llega a utilizar hasta la artillería pesada para doblegar a los rebeldes que resisten en el interior, entre humo y ruinas.

Capturados el Lluiset y sus dos íntimos amigos, son condenados a muerte. Al preguntarles, según la ordenanza, si tienen algo que manifestar, uno escupe, el otro grita hosco: «¡Viva el comunismo libertario!», mientras que Lluiset pide permiso para pintarse los labios, ante la consternación de los militares presentes.

La dualidad temática se acompaña de la lingüística. Parte de los personajes hablan castellano y parte catalán... o, como dice Rodríguez Méndez, «una especie de lunfardo castellano-catalán, con ciertas incrustaciones de 'lingua francá' portuaria que se habla en Barcelona... es el catalán fonético que he escuchado por las calles y las residencias señoriales, captado por mi oído de "'Xarnego' como un elemento folklórico más».

Este sentimiento de R. M. de ser un «extraño», en Cataluña, a donde fue a vivir su familia en 1939 cuando tenía catorce años (él había nacido justo al lado del Rastro madrileño) Y que ha sido su morada más habitual, explica también la separación entre personajes según su lengua y las connotaciones que ello posee. Otro desgarro, entre nativos Y foráneos que deben convivir juntas.

Para mí, la catástrofe final, ese combate con sangre, sudor y hierro, con unos anarquistas de cartón piedra que no evidencian ideas coherentes, no es más que eje, pretexto para datar de mayor carga a la obra, y encarrilarla hacia la efectista ejecución. Crea que es una exageración que perjudica el ritmo del conjunto.

 

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