Ahora todo es noche. La Zaranda. Crítica Imprimir
Escrito por Jerónimo López Mozo   
Martes, 24 de Abril de 2018 19:25

AHORA TODO ES NOCHE
MANUAL DE SUPERVIVENCIA

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   FOTO: VÍCTOR IGLESIAS

Los de la Zaranda averiguaron pronto que no serían profetas en su tierra, pero, quejas "sottovoce" aparte, tardaron más de tres décadas en reconocerlo públicamente. Lo hicieron mudando la coletilla que solían añadían en carteles y programas al nombre de la compañía. De Teatro Inestable de Andalucía La Baja pasaron a serlo de Ninguna Parte, lo que, visto lo visto, tiene más sentido, pues lo más parecido a no ser de parte alguna es serlo del mundo entero. Ahora, cumplidos los cuarenta años de continuo rodar por escenarios de medio mundo, es una compañía tan internacional como lo fue el desaparecido Cricot 2 de Tadeusz Kantor, con la que tiene no pocos puntos en común. Sin renunciar a sus raíces, ambas acabaron instalando sus laboratorios fuera de su tierra natal; sus miembros siguieron siendo, salvo obligadas ausencias y alguna incorporación puntual, los mismos que las crearon; cada una a su manera, concede a la muerte un notable protagonismo; y a lo largo de su trayectoria se han mantenido fieles a una estética que es seña de identidad de sus espectáculos.

En consonancia con lo dicho, en Ahora todo es noche están los de siempre para hablarnos del mundo de los desheredados, no solo de los que son víctimas de las cornadas del hambre y del desamparo social, sino también de los que vieron truncado su camino a la fama o, alcanzada, cayeron en el descrédito y en el olvido. ¡Ay, aquel homenaje a los malditos! Eusebio Calonge, autor del texto, es un perfecto hacedor de frases, que, sueltas, suenan a sentencias dichas por clientes de taberna cuando unos vinos de más iluminan sus mentes. Juntas, se convierten en retahílas de expresiones que, pareciendo reiterativas, están lejos de serlo, pues cada una modifica la anterior con algún añadido o quiebro que la hace distinta. En boca de los actores suena a poesía rota, desnuda y bronca. Lo que empieza teniendo un aire de trivial juego de palabras o de encadenado de greguerías sarcásticas va mudando, sin que nos demos cuenta de cuándo empieza el cambio, en discurso de mayor calado filosófico, que pone a la sordina las risas que, de vez en cuando, llegan de la sala. Los encargados de convertir el texto en espectáculo son los de siempre: Gaspar Campuzano, Enrique Bustos y Francisco Sánchez “Paco de La Zaranda”, éste último responsable también de la dirección. Tardamos en reconocerlos el escaso tiempo que transcurre desde que, tras cruzar el patio de butacas, acceden al escenario y se despojan de los buzos blancos que visten y de las mascarillas con las que se protegen los trabajadores expuestos a los efectos nocivos de productos tóxicos. Atrás han dejado, varado en el vestíbulo, parte del atrezo empleado en espectáculos anteriores. El caballito del tiovivo y las tallas descarnadas de personajes malditos son el testimonio de un pasado que bien podría ir a parar, para sobrevivir o seguir pudriéndose, a un museo de antigüedades.

Sin el disfraz protector, los de La Zaranda se muestran sin tapujos como siempre han sido.  Unos marginados que, si tuvieron pasado, no tienen futuro, empeñados en llegar lejos sin moverse del sitio o, si se mueven, describiendo círculos que devuelven continuamente al punto de partida.  A veces, en su ir y venir sin rumbo, encuentran puertas abiertas, pero, para su desgracia, son estrechas. En otras ocasiones, en su desesperación, ellos, que nunca han tenido voz, ponen infructuosamente el grito en el cielo. En esta función son tres mendigos, dos veteranos y uno sobrevenido, el cual confía en que su situación sea pasajera. No lo será, porque pronto advierte que es muy difícil salir del pozo en el que se cae. La obsesión del trío es encontrar un techo bajo el que cobijarse y un plato de comida con el que engañar el hambre.  También, claro está, sueñan, porque sale barato, aunque no sirva de nada. Sus intentos por salir adelante dan para escribir un manual de supervivencia. La primera lección la imparten en la terminal de un aeropuerto, lugar de paso por excelencia, en el que pretenden fijar su residencia. Para fingirse viajeros, van con sus maletas a cuestas y no apartan la vista de los paneles en los que se anuncian las salidas de vuelos que ni les van ni les vienen, protestando enérgicamente cuando alguno se retrasa. Tanto o más necesario que dormir bajo techado es comer, si caliente, el menú rico en olores diversos que sirven en los comedores sociales; si no, en el autoservicio para pobres que son los cubos de basura. La búsqueda de aires nuevos les lleva a transitar por el laberinto de las cloacas de la ciudad para llegar al lugar que consideran idóneo para instalarse, que no es otro que una obra abandonada.  El viaje subterráneo les sirve de pretexto para incluir en el manual de supervivencia una guía de las fuentes que abastecen de agua sucia e inmundicias esos conductos, que no son sino las sedes de centros oficiales, las entidades bancarias, los grandes almacenes y hasta los teatros públicos. También estos.

Su lucha por la vida incluye encontrar una actividad que genere ingresos y cuál mejor que, siendo mendigos, la de limosnear. Más descubren que no es fácil triunfar en aquello para la que uno cree estar preparado.  Tal vez su aspecto de mendigos no invite a la compasión y sea necesaria una cierta metamorfosis en su aspecto externo, por ejemplo, ponerse corbata. Se prueban unas cuantas, pero tampoco eso funciona. Y no funciona porque estamos en el teatro y los mendigos no son tales, sino actores. Actores mendigos. Actores condenados a malvivir del teatro. En realidad es algo que debíamos haber intuido cada vez que interrumpían las dialogadas letanías laicas para mostrar las heridas que, en sus cuatro décadas de existencia, les ha dejado la incomprensión de sus detractores, la rigidez burocrática y el recelo, desprecio o envidia de determinados colegas. En definitiva, lo que vemos no es lo que parece, sino una metáfora. Los de La Zaranda estaban contado su vida y pocos parecían percatarse de ello.

Si su relato es cierto, y no hay motivos para creer lo contrario, la pregunta que surge es qué razones tienen para seguir habitando en lugares tan inhóspitos como esos escenarios cada vez más desnudos, cuyo único adorno son cuatro objetos que parecen encontrados en el último rincón de la más humilde chamarilería. Su respuesta es simple. El teatro, ese enfermo crónico tantas veces desahuciado, vive y, mientras no muera, tampoco lo harán los personajes. Ni sus intérpretes, que, en el caso de La Zaranda, tienen esa doble condición. Si inmortales son Lear o Segismundo, inmortales son ellos cuando hacen de sí mismos. A tales mendigos, tal refugio. Dijo Nieva que el teatro es vida alucinada e intensa, alteración y disfraz, tentación siempre alucinada, alquimia del espíritu, lloro y martirio, el otro mundo, la otra vida y, a pesar de todo, o tal vez por ello, medicina secreta. No hay, para los de La Zaranda, otra mejor, aunque sepa amarga. Así lo proclaman a voz en grito cuando los focos están a punto de apagarse.

Título: Ahora todo es noche
Autor: Eusebio Calonge
Música: Saint Saens (Samson et Dalila), Nelson Pinedo con La Sonora Matancera: Quien Será
Iluminación: Eusebio Calonge
Espacio Escénico: Paco de La Zaranda
Regiduría: Eduardo Martínez
Fotografías y diseño publicidad: Víctor Iglesias
Producción Artística: Eduardo Martínez
Gestor de Producción: Fiscont
Realización paneles exposición: RAS Escenografísa
Una producción de LA ZARANDA - Teatro Inestable de Ninguna Parte en coproducción con el Teatre Romea
Intérpretes: Gaspar Campuzano, Enrique Bustos, Francisco Sánchez
Dirección: Paco de La Zaranda
Estreno en Madrid: Teatro Español (Sala Principal), 19 - IV - 2018

Más información
     Ahora todo es noche. La Zaranda
     Ahora todo es noche. La Zaranda. Entrevista
     
JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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Última actualización el Martes, 24 de Abril de 2018 19:54