Sócrates. Llovet- Marsillach. Reseña Imprimir
Escrito por Carlos Gortari   
Jueves, 11 de Febrero de 2016 15:18

socrates cartel b copia

RESEÑA, 1973
NUM, 61 , PP. 8- 11

SOCRATES
Enrique Llovet

A Sócrates y su pensamiento lo conocemos a través de Platón, Diógenes Laercio, Jenofonte, Aristófanes (Las nubes, donde lo ridiculiza) y sus discípulos Aristipo y Antístenes, ya que no escribió nada. Sus testimonios divergen en muchos momentos, de ahí que es difícil conocer el pensamiento exacto de Sócrates. A nivel teatral pocos son los textos. En 1972 Enrique Llovet escribía un texto para Adolfo Marsillach. Reproducimos la crítica de Carlos Gortari, publicada en la revista Reseña, num 61, enero 1973, con motivo de su estreno en Madrid.

"Ni nací de una encina
 ni nací de una roca,
nací de hombre ... "

  socrates 2 b
  ADOLFO MARSILLACH

En un panorama tan pobre como el de los teatros madrileños, poblado por dudosos vodeviles en los que se adivina el mestizaje con la mas ínfima revista o por experimentos culturales de vergonzante nivel profesional (incluso instalados en los Teatros Nacionales fuera de temporada oficial), el espectáculo de Enrique Llovet y Adolfo Marsillach constituye una luminosa excepción. Sin embargo, es importante señalar sus insuficiencias tratando de objetivar sus aportaciones reales por encima de la favorable coyuntura teatral en que el espectáculo ha sido estrenado para su particular éxito.

Por propia voluntad de los autores, la primera reflexión que el espectáculo nos propone es previa, aunque pretenda encontrar respuesta en el propio desarrollo del texto, pues en las notas que Marsillach incluye en el programa de mano en que expresa su voluntad de ir contra corriente del teatro que se hace en el país, y esto es cierto en el primer nivel que denota su intención de rechazar, en frase de Miguel Hernández incluida en el mismo programa, "aquellos espectáculos que no sirven para otra cosa que para mover la lujuria, dormir el entendimiento y tapiar el corazón reluciente de los españoles", se nos habla también para prevenirnos de las trampas del "snobismo" y de un segundo propósito de no ceder al culto al histerismo, a la "gratitud" y al aparato, pretendiendo colocar en el hueco que se corresponde a un olvidado elemento teatral: la palabra. Parece implícito en dicho propósito el rechazo de las liturgias mudas de Roy Hart y de los ceremoniales tipo El pupilo quiere ser tutor, de Peter Handke, y esto que de alguna manera es acertado, tiene un grave "handicap" en el hecho de que el texto es demasiadas veces retórico antes que palabra dramática que crea tensiones subyacentes de las que sólo salen a la superficie algunos indicios que permiten intuir o despiertan la necesidad de buscar contenidos más profundos. Esa insuficiencia dramática de los diálogos, casi siempre expresión de un esquema de pensamiento ético o político y casi nunca de sentimientos, emociones o contradicciones, se une un sistema de trabajo sobre el texto que consiste más que en asimilar y reelaborar unos textos clásicos para crear una obra nueva desde nuestra perspectiva histórica, en urdir un guión que permita el desarrollo de una anécdota lineal. Este método se descubría ya insuficiente en los otros trabajos recientes que conozco sobre el mito Sócrates, es decir, Epílogo, en el espacio "Hora 11" de la Segunda Cadena, que data de 1970, y el Sócrates de Roberto Rossellini, marcado por su acostumbrado propósito didáctico divulgativo.

Enrique Llovet ha construido su texto sobre los testimonios existentes, es decir, La vida de los filósofos, de Diógenes Laercio; la Apología de Sócrates, de Jenofonte, y los Diálogos, de Platón. Los Diálogos de Platón, constituyen en forma general el armazón ideológico mientras las otras fuentes suministran la pequeña anécdota. El texto de Llovet tiene como fundamento el proceso que se siguió contra Sócrates el año 399 a. C., al que precede una corta conversación del filósofo y sus discípulos por un lado y de los acusadores por otro, y cuyo desenlace incluye la conmovedora despedida de los discípulos cuando bebe la cicuta. La excesiva importancia que se da a la figura del protagonista, pese a las apariencias de la puesta en escena, y la ausencia de datos fundamentales respecto al proceso histórico de la democracia ateniense dentro de las ciudades griegas, reducen el conjunto a una hagiografía demasiadas veces edificante o a un subrayado de un mito más necesitado de revisión (pues su pensamiento lo conocemos a través de Platón como ya señaló Aristóteles) que de exaltación.

Cabe preguntarse, sin embargo, si el propósito de los creadores del espectáculo no trataba quizá de ir más allá dentro del juego posibilista con la censura o por creer que la capacidad de asimilación del público no admite quizá más audacias experimentales. Sin embargo, desde el punto de vista del director, el excelente trabajo representa un retroceso respecto a Tartufo o Marat-Sade, empeños superiores a Sócrates, el primero en cuanto caricatura de aplicación inmediata a la circunstancia española y el segundo en cuanto a síntesis de un teatro total en el que aportación conceptual y aportación mágica se fundían armoniosamente. La cita de la obra maestra de Peter Weiss no es en absoluto gratuita en cuanto tras un texto que suponía un profundo análisis ideológico existía un delicado equilibrio de documentación y reinterpretación histórica, al mismo tiempo que posibilita la valoración de la palabra como instrumento racional y el desencadenamiento de lo instintivo y lo subconsciente en el que tenían su papel que cumplir los descubrimientos del teatro de la crueldad y los más vanguardistas hallazgos de los últimos experimentos .teatrales.

El Sócrates de Llovet es en alguna medida reconfortante para todos aquellos que valoran el teatro por lo que se dice dentro de la común retórica del lenguaje, aunque haya un propósito de distanciación de algún modo critica, pero también de invitación participativa al público que, sin embargo, nunca nos ofrece la más necesaria revisión, la semántica, en la que debe constatarse el vacío radical en el que han quedado conceptos como libertad o democracia a fuerza de haberse universalizado su utilización en un disparatado abanico de contenidos ideológicos. Por eso pienso que en alguna medida es un espectáculo estéticamente reaccionario cuando en boca de los narradores se nos habla de que vamos a presenciar la historia de un hombre que fue condenado por decir lo que pensaba, lo que constituye uno de los primeros episodios en la aventura de la conquista de la libertad del hombre, libertad aun no alcanzada y que sus compañeros y el nos van a tratar de contar con las debidas autorizaciones. No pretendo afirmar con ello que Enrique Llovet no haya sido consciente de ciertos límites de su espectáculo cuando cita la frase de Tucídides sobre la democracia de la laringe, pero lo cierto es que en Sócrates existen demasiadas insuficiencias, la histórica, pues en los años de madurez había participado en el esplendor de la Atenas de Pericles y solo tangencialmente se alude a su actitud en dicho período al que solo se alude de pasada por su asistencia a las reuniones en casa de Aspasia, la amante del gobernante, o a su crítica de la actitud del mismo cuando ante la peste que azota Atenas decide que debe levantarse una estatua a Esculapio en vez de construir un acueducto que permita un buen abastecimiento de aguas; así como apenas se alude a su participación en las Guerras del Peloponeso y no se dice nada de su heroica conducta en la batalla de Delios; del mismo modo que su enfrentamiento con los treinta Tiranos solo recuerda en su negativa a entregar a León de Salamina. Se trata de un período de gran riqueza ideológica en la historia ateniense en el que al esplendor cultural y la narcisi.sta contemplación triunfalista de la victoria de Maratón sucede el regeneracionismo puritano bajo los principios de ley y orden, la derrota ante Esparta, los destierros de Alcibíades, Anaxágoras y Eurípides, y el tímido intento de vuelta a los principios de la democracia restaurada bajo la mirada cómplice e interesadamente tolerante de Esparta. Toda esta trayectoria debidamente sintetizada y revisada hubiese tenido plena vigencia como meditación, no solo para nuestra sociedad, sino para otros fenómenos como el revisionismo populista de Mac Govern y tantos otros hechos de la hora presente. Ciertamente se alude al retrato que Aristófanes hizo de Sócrates en Las nubes, pero sin ponerlo en pie, con lo que se renuncia a clarificar la típica actitud conservadora que en nombre de unos valores eternos se complace en construir unos enemigos políticos hechos a la medida de nuestra simplificación maniquea y según la cual Sócrates era un sofista corruptor de la juventud. El mito y la época son reveladores de un gran cambio histórico y en eso coinciden pasmosamente con este año de gracia de 1972 d. C. que nos ha tocado vivir, para eso es una lástima que no se nos den más claves para transitar por nuestro hoy en una mayeútica digna de aquel hombre legendario que, hijo de escultor y comadrona, prefirió modelar espíritus a ser partero de pensamientos no maniatados por' el cordón umbilical de la rutina.

Por todo ello me parece insuficiente la exposición, dentro del contexto dramático, de un pensamiento ético y social de una evidente nobleza según el cual no son los árboles los que le enseñan, sino las gentes; en el que se prefiere la muerte a rogar servilmente; en el que frente a sus acusadores, Sócrates jura sin poner como testigos a los dioses; en él se rechaza la bondad utilitaria concebida como una operación técnico-comercial con los dioses; en el que se menosprecia a los sabios que olvidan en su exploración de la célula o del universo, al hombre que pasa por su lado; Sócrates jura sin poner como testigos a los dioses; en el que se rechaza la bondad se defiende que es preferible construir a los hombres a construir el estado y en donde, en su petición final, el filósofo pide que sus hijos sean atormentados para encontrar la verdad del mismo modo que é ha atormentado a sus discípulos. Vuelvo a insistir en que desde una perspectiva actual no basta con la exposición de una hermosa doctrina, cuando tantas hermosas doctrinas han sido alienadas a lo largo de la historia y se han instrumentalizado como medio atenuante y no impiden este efecto de coartada para el público, los toques irónicos distanciadores del autor.

Más brillante e inventivo me parece el trabajo como director de Adolfo Marsillach, pleno de invención y de ideas, quizá excesivo al ser su complejidad superior a la riqueza conceptual del texto. Es admirable la utilización de los elementos cúbicos del decorado que se transforman tras brillantes combinaciones geométricas en plaza pública, altar de la patria, tribunal, vía láctea de la gloria del santo laico, celda y mausoleo. Del mismo modo que encuentro magnífica la utilización del coro que evoluciona con disciplina desacostumbrada en nuestra escena y con un empaste musical de movimientos, de gestos y de voces, que se enfrentan en la dual agrupación de acusados y acusadores o víctimas y verdugos. No consigue la puesta en escena, sin embargo, al renunciar al telón y a los entreactos, y pese a las inteligentes interpelaciones al público, romper con la barrera entre actores y espectadores que es limitación esencial de la escena a la italiana. Creo que el camino adecuado desde el punto de vista de la eficacia hubiese estado buscar la identificación del público con el protagonista, lo que hubiese posibilitado el funcionamiento del mito al nivel inmediato de no aceptación de los valores en uso, como se puede apreciar en ese film de didáctica popular que se llama Confesiones de un comisario o como conseguía Kubrick en Espartaco al hacer morir al protagonista en la cruz, conectándole con los mitos seculares de liberación del hombre y con sus símbolos y signos. Junto a ello sería injusto no subrayar esos aciertos que consisten en hacer que la declamación de Sócrates se ponga en boca de sus discípulos, no solo porque el filósofo no dejo escritos y su mensaje nos lo dieron Platón y sus otros discípulos y amigos, sino como símbolo de que todo hombre vive por la memoria y en la memoria de los que quedan.

Excelentes los figurines de Emiliano Redondo, aunque su utilización no hace sino subrayar la abstracción idealista del texto y olvida una Grecia muy importante, la popular y dionisiaca que ama Henry Miller, tan olvidada al perderse las pinturas que adornaban sus estatuas y edificios y que denotaban el primitivismo de un pueblo que solo comenzaba a abandonar la barbarie y que tenía como riqueza superior el difícil parto de la razón en el légamo de la superstición animista. Vulgar la interpretación sobre todo en José Camacho, Vicente Cuesta y Juan Jesús Valverde, pero denunciando en todos la carencia de una autentica escuela interpretativa en nuestro teatro.

  socrates 3 b

Título original: "Socrates".
Autor: Enrique Llovet.
Dirección: Adolfo Marsillach.
Ayudante dirección: Alfredo Mora.
Espacio luminoso: Luis Cuadrado.
Expresión rítmica: Marta Scilinca.
Figurines: Emiliano Redondo.
Jeje tramoya: Miguel Calahorra.
Intérpretes: Gerardo Malla (Platón), Juan Jesús Valverde (Critón), Francisco Melgares (Licón), Francisco Guijar (Fedón), Emiliano Redondo (Eutifrón), Vicente Cuesta (Meleto), José Camacho (Simias), Francisco Balcells (Aoconte), Francisco Casares (Anitos), Adolfo Marsillach (Sócrates).
Estreno en Madrid: Teatro de la Comedia, 17 de noviembre de 1972.

 


Carlos Gortari
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Última actualización el Jueves, 11 de Febrero de 2016 16:13