De ratones y hombres. Steinbeck.Critica Imprimir
Escrito por Jerónimo López Mozo   
Lunes, 23 de Abril de 2012 10:17

DE RATONES Y HOMBRES

SUEÑOS FRUSTRADOS QUE DEJAN SUFRIMIENTO Y DOLOR

 

 
 FERNANDO CAYO /  ROBERTO ÁLAMO / IRENE ESCOLAR
FOTO: ROS RIBAS

De seres humanos que viven peor que los ratones. Al menos eso es lo que les sucede a George y Lennie, dos individuos sin hogar que recorren los caminos de la América profunda en tiempos de la gran depresión buscando trabajo en las grandes fincas agrícolas para ganarse, con enorme esfuerzo, el pan de cada día. La suya, es una historia dura. Vienen de un pasado lleno de privaciones y se dirigen a un futuro incierto. No hay tregua para su desgracia. La comparten con otros en su misma situación y eso es precisamente lo que les convierte en sus más enconados rivales. Es la lucha por la vida de la que hablaba Baroja. Lo saben los patronos, que se aprovechan de esa competencia para explotarlos y abortar cualquier conato de rebeldía. Miguel del Arco nos presenta la obra en el contexto en que la situó John Steinbeck, sin poner nada de su cosecha que remita a tiempos más recientes y escenarios que nos resulten familiares. Y, sin embargo, lo que vemos nos produce escalofríos, porque sabemos que, en esta ocasión, sobran las aproximaciones. Vivimos años malos, de ruinas provocadas por debacles financieras que escapan a nuestro entendimiento, de pérdida de derechos que creíamos intocables, de trabajos precarios y de trabajos perdidos, de continuo peregrinar en busca de cualquier empleo y de resignación.

 

Todo eso está en De ratones y hombres.  Pero hay más: la amistad de esa pareja y el derecho a soñar con salir de la miseria. Una amistad que nace del compromiso adquirido por George de cuidar de Lennie, un hombretón de andares torpes, tan grande y fuerte como mentalmente débil y vulnerable. La incapacidad para valerse por sí mismo, controlar sus emociones y discernir entre el bien y el mal, le convierten en una bomba de relojería camuflada bajo una envoltura de aparente y conmovedora inocencia. Nunca le abandona a su suerte. Le lleva consigo a todas partes, a pesar de ser un lastre que limita su capacidad de movimiento y las posibilidades de ser contratado. Le protege de las agresiones y los abusos de los demás. No se da por aludido cuando otros jornaleros consideran anormal la estrecha amistad entre ambos hombres e insinúan que hay algo más entre ellos. Es paciente a la hora de explicar a su protegido lo que su mente infantil no alcanza a comprender. Incluso le hace partícipe de sus sueños porque ocupa un sitio en ellos. Se cumplirán cuando hayan ahorrado lo suficiente para adquirir un terreno en un lugar paradisiaco en el que construirán una casa y serán sus propios patronos. Con el objeto de que la felicidad de Lennie sea más completa, reservarán un pequeño espacio para instalar una granja de conejos, esos animalillos de piel suave que le gusta acariciar. Relaciones tan estrechas y altruistas se traducen en un canto a la solidaridad expresado en un tono poético, que lo parece más por contraste con el duro ambiente que les rodea.

 

Ese es el lado entrañable de la historia, pues hay otro oscuro que la conduce a la tragedia. En ese mundo hostil y violento resulta difícil imaginar la presencia de mujeres. Se habla de ellas, de las que trabajan en los burdeles de la población cercana. Sin embargo, en la plantación hay una. Se trata de la mujer del hijo del capataz. Es una persona frágil que no soporta la soledad ni la tiranía de un esposo celoso y pendenciero, la cual, para huir de ellas, se acerca, con gestos equívocos, a los jornaleros. Su desenvoltura, que es entendida como provocación, la convierte en oscuro objeto de deseo, pero todos, excepto Lennie, se esfuerzan por mantener las distancias. Lennie, no. A Lennie le gusta y lo dice. No la rehuye, y ella se deja conquistar por su ternura, que el gigantón expresa con esas caricias que tiene reservadas a los ratones, conejos y otros pequeños animales de piel suave. Lo que ella ignora es que las manos que recorren su cabellera son torpes y a veces escapan al control de su dueño. Cuando sucede, muchos de esos seres indefensos mueren aplastados por ellas. La conmovedora y brutal escena en que los dedos de Lennie se convierten en garfios asesinos recuerda vagamente la del monstruo de Frankenstein y la niña. Aquí, también el asesino huye espantado por lo que ha hecho y la gente sale en su busca para cazarle como una alimaña, aunque al final sea George el que empuñe el arma ejecutora.

 

Eduardo Moreno ha concebido un espacio escénico en el que se alternan dos escenografías. Una, la que abre y cierra el espectáculo, representa, bajo un inmenso cielo nocturno, un paraje inhóspito, no muy distinto al que Beckett imaginó para que Vladimir y Estragón aguardaran inútilmente, al pie de un solitario árbol, la llegada de Godot. La otra escenografía recrea el barracón en el que alojan los temporeros y algún lugar de la finca en el que realizan su trabajo. Aquél no es un sitio acogedor que permita la intimidad. La vida en común de los desheredados, permanentemente sometida a la vigilancia del  capataz y de su hijo, propicia que sus relaciones sean tensas y que, a menudo, estalle la violencia. Pero en ese diminuto fragmento del universo hay resquicios por los que se cuelan los más nobles sentimientos humanitarios: el dolor por el sufrimiento de un perro enfermo a punto de ser sacrificado, ciertos gestos de solidaridad y afecto o inesperados brotes de dignidad. Los propios actores construyen, a la vista del público, el pabellón y, llegado el momento, introducen en el escenario la pesada maquinaria auxiliar empleada para transportar fardos. La asunción de la labor de los tramoyistas proporciona una sensación real del esfuerzo físico al que se someten los personajes.

 

El reparto ha sido bien escogido. Cada actor se ajusta bien a lo que demanda su personaje. Roberto Álamo ha compuesto un Lennie complejo muy alejado de fáciles estereotipos. Su descomunal presencia, propicia a los excesos gestuales, no le impide mostrarse  con la sensibilidad e inocencia propia de un niño. Algún poso hay en este personaje del castigado y escaso de luces Urtáin que Álamo interpretó no hace mucho. Fernando Cayo es George, su paciente protector, un ser con una sensibilidad y una capacidad fabuladora muy por encima de las habituales en alguien sin formación. Frente a ellas, tiene arrebatos que controla a duras penas y ese contraste contribuye a hacer más creíble su papel. No sé si la figura e interpretación de Irene Escolar responde a lo que Steinbeck  imagino para la joven esposa. En la novela que precedió al texto dramático, el escritor norteamericano la describe como una mujer provocativa muy maquillada. Poco más añade sobre su aspecto físico. También pone en boca de un personaje el comentario de que se vendería por un puñado de dólares. Pero también dice que solo es una mujer aburrida que busca compañía y conversación. La actriz no contradice ese impreciso retrato, pero tal vez ofrece un aspecto menos exuberante del que imaginamos y más refinado del que se supone en una mujer criada en un ambiente rural.  Sin embargo, hay algo en ella que la hace diferente. Como George, también soñaba con un futuro mejor. Y en ese futuro ya frustrado, se veía como artista de cine luciendo bonitos vestidos y disfrutando de su fama. En el personaje que compone Irene Escolar se funden el presente de esa mujer y lo que hubiera querido ser. Esa idealización es como una pincelada de color en medio de la grisura. A los demás personajes, que son más de una pieza, sus intérpretes les extraen cuanto llevan dentro. Resulta entrañable el anciano barrendero Candy de Antonio Canal; Emilio Buale da vida al más marginado de los jornaleros, el desconfiado mozo de cuadra Crooks, cuya condición de negro le impide vivir bajo el mismo techo que los demás; Josean Begoetxea, es Slim, el hombre sensato al que todos escuchan; Rafael Martín, el capataz experto y duro que recibe a los que arriban a la explotación en busca de trabajo y les instruye sobre su cometido; Diego Toucedo, es Curley, el marido celoso y jaque; Eduardo Velasco y Alberto Iglesias completan el censo de jornaleros.   

 

 
 
 
 FOTOS: ROS RIBAS

Título: De ratones y hombres

Autor: John Steinbeck

Versión española: Juan Caño Arecha y Miguel del Arco

Espacio escénico: Eduardo Moreno

Iluminación: Juanjo LLorens

Diseño de Sonido: Sandra Vicente - Estudio 340

Música original: Arnau Vilà

Vestuario: Ana López

Ambientación de vestuario: María Calderón

Coreografía: Chevi Muraday

Ayudante de dirección: María García de Oteyza

Fotografías: Ros Ribas

Edición de Vídeo: Natalia Moreno y Jerónimo Carrascal

Diseño Gráfico: Aurman

Regiduría: María García de Oteyza

Jefe técnico y luces: Alberto Fermín Vázquez

Maquinaria: Javier Iglesias

Sonido y Video: Mariano José García

Sastrería: Boanerges Duarte

Gerencia Miguel: García de Oteyza

Vestuario de Irene Escolar: Devota & Lomba

Construcción escenografía: Altamira Arquitectura Escénica y Peroni Systems

Muñecos: Kreat

Transporte: Transjoma

Gestoría: Abate Economistas

Diseño y Dirección de Producción: Concha Busto

Producción Ejecutiva: Miguel García de Oteyza

Ayudante de Producción: Mª Candelas Martínez

Distribución: Concha Busto Producción y Distribución SL

Teléfono: 912755232. www.conchabusto.com

Jefe de Prensa: Pacho Rodríguez Móvil: 616227368

Un espectáculo producido por Concha Busto Producción y Distribución, en

coproducción con el Teatro Arriaga de Bilbao, Teatro Calderón de Valladolid, Clece,

S.A., Kamikaze Producciones, S.L. y con la colaboración del Teatro Cuyás de Las

Palmas.

Intérpretes: (por orden de intervención) Fernando Cayo George , Roberto Álamo Lennie, Antonio Canal Candy, Rafael Martín Patrón, Josean Bengoetxea Slim, Irene Escolar Esposa de Curley, Eduardo Velasco Carlson, Diego Toucedo Curley, Alberto Iglesias Whit, Emilio Buale Crooks

Dirección: Miguel del Arco

Duración del espectáculo: 120 minutos, sin intermedio

Estreno en Madrid: Teatro Español, 12- IV - 2012

 

 


JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
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Última actualización el Lunes, 23 de Abril de 2012 10:46