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Nada Nuevo Bajo el Sol. J. López M. Texto PDF Imprimir E-mail
Escrito por Jerónimo López Mozo   
Miércoles, 22 de Julio de 2015 11:17

 NADA NUEVO BAJO EL SOL
Monólogo para teatro de marionetas

JERÓNIMO LÓPEZ MOZO


DECORADOS: 
EL IMPERIO ESPAÑOL (orrtelius), 
 VISTA DE MADRID (dibujo_madrid) 
VISTA DE VALLADOLID (IMG 110)

PERSONAJES
MOEBIUS
EL BÚHO DE MOEBIUS
FRANCISCO DE QUEVEDO
FELIPE III
DOÑA MARGARITA DE AUSTRIA
DUQUE DE LERMA
RODRIGO CALDERÓN

CARICATURAS
LUIS BÁRCENAS
IÑAKI UNDARGARÍN
RODRIGO RATO
FRANCISCO CAMPS
JORDI PUJOL
CARLOS FABRA

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JERÓNIMO LÓPEZ MOZO / JUAN MATO

ACTO ÚNICO

Al fondo del escenario, un enorme mural está cubierto por un mapamundi del siglo XVII en el que España y sus territorios aparecen coloreados. Una bandera española está clavada en el centro de la Península Ibérica y otras de menor tamaño en cada una de las demás posesiones. Por un lateral entra Juanjo Mato acompañado por Moebius y el búho. Echa un vistazo al escenario. Parece dar el visto bueno. Luego, se dirige al público.

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  JUAN MATO
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TITIRITERO:- ¿Nos conocemos? Por si acaso no, me presento: Juanjo, titiritero. Y les presento a Moebius, este muñecote hijo de mi ingenio y de mis manos. Juntos recorremos calles y plazas convirtiéndolas en improvisados escenarios. Le tengo cariño, para qué negarlo. ¿Se acuerdan de Geppetto? A él, Pinocho le salió mentiroso. A mí, Moebius me ha salido viajero. Pero no un viajero cualquiera. Un viajero ¡galáctico! Su curiosidad le lleva a visitar los lugares más lejanos del universo. Las estrellas le guían al atravesar las nebulosos y le señalan el camino hacia su destino. El espacio no tiene secretos para él. Cuando regresa de sus periplos, viene lleno de polvo cósmico y cargado de historias. A veces, no se va tan lejos. Se queda en la Tierra, pero entonces se desplaza por el tiempo a su antojo. Tan pronto le encontramos en medio de una manifestación como buceando en el pasado. En esta ocasión no se ha ido a épocas remotas ni ha salido de España. El búho que nos acompaña con esos ojos tan abiertos es sabio y discreto. Cuando habla, siempre al oído, no suele irse por las ramas. Va directo al grano. Si Pinocho tenía a Pepito Grillo a su lado, yo quise que Moebius tuviera al búho. Pero, a diferencia de aquél, su papel no es el de leerle la cartilla ni ser la voz de su conciencia, sino el de confidente y amigo, siempre dispuesto a ayudar con sus consejos. Aquí me callo y presto mi voz a Moebius. Habla él. (A Moebius) Al tajo, colega.

Moebius se dirige al mapa y como si fuera un maestro de escuela lo va explicando

MOEBIUS.- Así era el mundo cuando echaba a andar el siglo XVII. Aquí, España. Pequeña en tamaño, pero grande y poderosa. Grande, porque sus dominios llegaban a todos los confines de la Tierra, desde el Polo Norte al Polo Sur, desde Oriente a Occidente. Estas banderitas que ven clavadas en el mapa, indican los lugares que nos pertenecían. No están señalados todos, porque a la hora de comprarlas me he quedado corto. Puede que falten más de treinta. O tal vez cien. España tenía propiedades repartidas por los cinco continentes. ¿Quién no ha oído que en aquellos tiempos en el Imperio español no se ponía el sol? Si la luna hubiera estado habitada, allí habría puesto el pie España. Y hasta en Marte, que queda algo más lejos. Era grande, pues. Y poderosa. ¿Cómo no iba a serlo si de todas partes llegaba dinero a espuertas? Las arcas de la corona rebosaban oro y plata. Digo bien: las arcas de la corona. Bueno, también rebosaban los bolsillos de los que tenían sus llaves y lo administraban para su beneficio. No había más que ver los palacios que se construían, lo que se gastaban en antojos y la vida regalada que llevaban. Aquellos tiempos, como estos, eran los del poderoso caballero es Don Dinero. (Recitando) Yo al oro me humillo,/ él es mi amante y mi amado,/ pues de puro enamorado/ anda continuo amarillo./ Pues doblón o sencillo/ hace todo cuanto quiero,/ poderoso caballero/ es Don Dinero./ Nace en la Indias honrado,/ viene a morir en España,/ y es en Génova enterrado./ Poderoso caballero/ es Don Dinero. (Deja de recitar) En otras palabras, tanta lluvia de bienes no regaba todas las tierras de la madre patria, sino unas pocas. En éstas, reinaba la prosperidad y todo tenía un aspecto saludable, al menos por fuera. En las otras, las de secano, habitaba la pobreza. Los pintores españoles de la época, a la vez que artistas, eran algo así como los reporteros gráficos de entonces. Lo que sucede es que se ganaban la vida llenado las paredes de iglesias y conventos de Cristos, Vírgenes, santos y demás moradores de la corte celestial y, las de palacios y casas señoriales, de  retratos de sus dueños, de las batallas ganadas y de paisajes bucólicos. Sus pinceles no dejaron testimonios de las estrecheces y miserias de los ciudadanos de a pie. Estaba mal visto y además, ¡qué caramba!, servían a quienes les pagaban. También el sustento y la fama de los escritores dependía de la protección y generosidad de los mecenas y por eso les dedicaban, con abundantes elogios, sus obras. (Se calla y escucha)  ¿Han oído algo? (Mirando a todas partes) ¿Por allí? ¿Acaso por allá? ¡Detrás del mapamundi! De ahí viene la voz. No entiendo lo que dice. Está tan furioso que se le amontonan las palabras y las escupe todas juntas. O mucho me equivoco o el alborotador es don Francisco. Solo él puede echar por su boca tantos sapos y culebras. (Al búho) Aguza las orejas, a ver si le entiendes mejor que yo. (Escuchan atentos. Al cabo, Moebius acerca su oído al búho) Acabáramos. (Al público) Dice que él, aunque se pasó la vida entre reyes, nobles y potentados, no era un lameculos, que escribía lo que le venía en gana y que así le iba en la vida. Era justo lo que iba a decir, don Francisco, cuando ha metido baza; que gracias a escritores como usted, que no se muerden la lengua, sabemos bastante de cómo vivía el vulgo. No se esconda. Acérquese. Deje que la gente le vea. (Se asoma tras el mapa) ¿Va a hacerse de rogar? (Saca a la luz el retrato de Quevedo que pintara Velázquez, alguno de sus discípulos o Juan Van de Hamen) Ante ustedes, don Francisco de Quevedo y Villegas, según las malas lenguas maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades y catedrático de vicios. Según los que le apreciamos, cronista que puso el dedo en la llaga de nuestros males. Gracias a don Pablos, hijo de su ingenio y espejo de miles de pablos de carne y hueso, sabemos cómo vivían los españoles a  los que no llegaban ni las migajas de los dispendios de los de arriba. De su mano recorremos pueblos y ciudades habitados por gentes sin posibles. Nos topamos con tipos que no salían de sota, caballo y rey; con algunos que aparentaban ser lo que no eran; con muchos que hacían, de pedir limosna, su oficio; con otros que trabajaban honradamente del sol a sol para beneficio ajeno; no faltaban los que engañaban al hambre con la risa… También aprendimos que la necesidad es fábrica de picaros y farsantes. ¡Pícaros y farsantes, a montones! Por necesidad. Pero también los había por ambición. Y ahí, amigos, es dónde quería venir a parar.  De ambición desmedida va esta historia. Sus protagonistas nada tienen que ver con los desheredados de los que nos hablaba don Francisco. Son personas de elevado linaje que tenían mano en los negocios de la nación y, mientras fingían hacer patria, especulaban. (A Quevedo) No se vaya todavía. Usted conoció bien a los personajes que van a salir a escena, pues convivió con ellos. Si en algo falto a la verdad, corríjame. Y si, por ignorancia o descuido, omito alguna cosa, me lo dice y la añado. ¿Cuento con usted? (Mira el retrato. Al público) No dice ni mu. (Al búho) ¿Cómo interpretas su silencio? Ya te entiendo. Quien calla, otorga. (A Quevedo) Gracias, maestro. Con la venia. (Al público) Antes de empezar, vistamos el escenario con el decorado. Mejor dicho, con los decorados, porque la acción transcurre, no en uno, sino en dos ciudades: Madrid y Valladolid. Los personajes recorrerán la distancia que las separa en viaje de ida y vuelta. En el trasiego que se traerán está el meollo de la cuestión. Pero no corramos más que ellos. Cada cosa a su tiempo y lo que ahora toca es que yo haga de tramoyista. En primer lugar, colocaré Madrid en el escenario, pues allí empieza la historia.

 

Saca un dibujo de Antonio de las Viñas en que se ve el Madrid de mediados del siglo XVI desde la Pradera de San Isidro. En primer término están las riberas del rio Manzanares y, detrás, sobre las murallas, el perfil de la ciudad. A la izquierda se alza el Alcázar y, a partir de él, numerosas torres de iglesia. Entre ellas, aparece la cúpula de San Francisco el Grande, que entonces no existía. No es el único anacronismo, pues también se alzan las siluetas de construcciones más modernas: el Faro de la Moncloa, los rascacielos de Chamartín, las torres Kio, la Torre de Madrid, el Edificio España y el Pirulí. En la parte superior izquierda, como flotando en el aire, está el estadio Santiago Bernabéu y, en la derecha, el plano de la ciudad de Pedro Teixeira.

Con alguna licencia que se ha tomado el escenógrafo, eso sí, con mi permiso, tal era Madrid por entonces. De villa había pasado a corte, y se notaba, aunque el Manzanares siguiera siendo, como dijo usted, don Francisco, un arroyo aprendiz de río. Más caudal llevaba el Pisuerga, que pasaba, y sigue pasando, por Valladolid, lo que todo el mundo saca a colación cada vez que tiene una ocurrencia. “Aprovechando que el Pisuega… “, y, venga o no a cuento, nos larga su perorata. Que el río vallisoletano tuviera más caudal, no le daba más categoría a la ciudad ni sirvió para apagar el incendio que la arrasó en 1561. He dicho ciudad porque lo era, y de tronío. Véanlo ustedes mismos.

Saca el grabado hecho por Braun y Hogenberg en 1574, en que la ciudad ocupa el fondo y, delante, se extienden los campos de cultivo. En aquella, abundan los campanarios de iglesia y, en éstos, destacan dos labradores y una yunta de bueyes desarrollando faenas agrícolas.

Nadie diría que dónde solo hubo una aldea y luego un señorío con alcazarejo y un par de iglesias, fueran alzándose más templos, algunas abadías y  hasta una colegiata. Y andando el tiempo, tuvo hasta universidad. No es casualidad que acabara siendo residencia de nobles y otros señores importantes o que allí naciera Felipe II. Se produjo el voraz incendio. Más de cuatrocientas casas fueron pasto de las llamas y, cuando se extinguieron, quedaron muchos huecos. En dos de los más grandes, se alzaron la Plaza Mayor y la Catedral. Los solares que quedaron sin construir, hoy serían una golosina para las empresas inmobiliarias. Y no digamos estos campos de labranza, ideales para desparramar por ellos barrios enteros y urbanizaciones. (El búho se agita como si quisiera llamar su atención) Por tu gesto barrunto que me estoy yendo por las ramas. Aunque a lo mejor, no. ¡Quién sabe! Dejémoslo estar y digamos que, en 1547, Valladolid presentaba este saludable aspecto. Ya tenemos el decorado. Antes de empezar propiamente la función, falta que les presente a los personajes. El primero por rango, aunque no sea el protagonista, es éste que ya va asomando.

Saca el retrato expuesto en el museo del Prado que Pedro Antonio Vidal hizo de Felipe III. Hay algunos cambios respecto al original, que son señalados en la acotación, pues Moebius no hará alusión a ellos. El pintor nos muestra al rey de pie vestido con gola, media armadura y botas de montar con espuelas. Luce el collar de la Orden del Toison. Apoya la mano izquierda sobre la espada y, con la derecha, sostiene el bastón de mando. El resto del cuadro, esto es, la cortina, la celada y los guantes sobre el cojín y el globo terráqueo, ha desaparecido. El restaurador ha sustituido el bastón por una escopeta de caza, la espada por un palo de golf y, en las esquinas, ha incluido dos ases de la baraja –el de oros y el de copas-, unas castañuelas y un cubilete con dados .

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  FOTOS: PRODUCTORA

Felipe III.  El rey del mundo. Carece del ardor bélico de su abuelo Carlos I. Tampoco muestra la inclinación por los asuntos de gobierno que distinguió a su padre Felipe II, pero sobre él llueven los elogios y títulos que todo rey recibe por el mero hecho de serlo. Ya se sabe. ¡Oh excelso Señor! ¡Oh, señor excelso!, ¡Ingenio insigne! ¡Dure cien años tu reinado! ¡Alteza!, ¡Alteza Serenísima!, ¡Serenísimo Señor!, ¡Sacra Católica Real Majestad” y otras lindezas. La verdad es que, de puro perezoso, no da un palo al agua. Si lo diera, malo, porque es tan cortito que más de uno se le escaparía dónde hubiera algo frágil y de valor. ¿En qué ocupaba su tiempo? No es ningún secreto. Como buen cristiano, en rezos y golpes de pecho, pero los justos para asegurarse el Cielo. No descuida la real jodienda para asegurarse de que el trono tenga heredero. El resto se le va  en cacerías, paseos a caballo, juegos, mascaradas, fiestas y bailoteo. Caza como los dioses, cuando monta parece un centauro y, aunque no es la alegría de la huerta, bailando es el amo de los saraos. No se le conocen otras virtudes. Alguno se estará preguntado que quién gobierna España. Como aquí no se emiten anuncios, no diré que la respuesta llegará después de la publicidad. Pero toca esperar un poco, pues todavía nos falta por conocer a los demás personajes. El siguiente es femenino. Aquí le tenemos.

Saca el retrato de la Reina Doña Margarita de Austria, pintado por Juan Pantoja en 1606. Viste saya entera de tela bordada en plata, con mangas apuntadas y un cabezón grande. La mano izquierda sostiene un pañuelo rematado con encajes y, en la mano derecha, lleva un libro de horas.

Esta señora es la reina Doña Margarita de Austria. La esposa de Felipe III es simpática y risueña. Como mujer devota, el libro que ven en su mano no puede ser sino un libro de horas. Pero de un tiempo a esta parte, cada vez le presta menos atención. Cuando lo tiene abierto, finge leer mientras está atenta a ciertas cosas que suceden a su alrededor. Y es que, desde que puso los pies en España, anda con la mosca detrás de la oreja. Motivos tiene. Y ahí me quedo. Hago mía su discreción. Nada diré mientras ella no lo haga. Pero cuando tenga a bien hablar, atentos a lo que diga. No hagamos esperar a los demás personajes. Traigámoslos ya a escena. En un santiamén, tendremos con nosotros al Marqués de Denia, al Conde de Ampudia y al Duque de Lerma.

Saca uno de los muchos retratos que se conservan del Duque de Lerma, en concreto el que le hiciera Juan Pantoja. En él aparece de cuerpo entero, con armadura, daga, espada y bastón de mando, símbolos todos del poder militar. Apoya el bastón en una mesa escritorio, que es referencia de su poder político. Aquí también la labor del restaurador ha sido notable, pues ha sustituido la mesa por una caja de caudales y, el bastón, por un maletín de ejecutivo.  

Aquí tenemos al Marqués, al Conde y al Duque. ¿Qué esperaban? ¿Qué fueran tres los personajes? Son tres los títulos, pero uno solo el que los ostenta: Francisco de Sandoval y Rojas. (A Quevedo) No tuerza el gesto, señor Quevedo, que le veo. (Al público) En viendo al Duque, se pone nervioso porque teme que, al menor descuido, le deje sin blanca. Así se las gasta el favorito del Rey, también llamado valido. Lo de valido no quiere decir que sea válido para el cargo, pues no lo ocupa por sus méritos, sino por la amistad que les une y la confianza que le tiene. Tanta, que su majestad ha ordenado que la firma del duque valga tanto como la suya. ¡El de Lerma es quien gobierna España! Ya lo saben. A tal punto llega que, en cierta ocasión, alguien pidió audiencia al Rey para solicitar que le fuera concedido un favor. El monarca le dijo que hablara con el Duque, a lo que el hombre respondió: “Si fuera fácil llegar a él, maldita la falta que me hubiera hecho acudir a vos”.  El del Duque es un caso sorprendente, pues viniendo de una familia noble con más deudas que rentas, desde que el Rey le honra con su favor, su suerte ha cambiado y hoy nada en la abundancia. Sus bolsillos son los más abultados de España. (Hablando quedo, como si contara un secreto) Hasta el clero le teme. Desde que es quién es y tiene el poder que tiene, los dignatarios de la iglesia andan de cabeza porque el de Lerma le despoja, como quién no quiere la cosa,  de sus riquezas, que no son pocas. Un obispo de renombre le apoda “El barbero” porque rapa como nadie y, como buen cirujano, les desangra. (Alza de nuevo a voz) Más en el saqueo de bienes ajenos, no está solo este mangante de altos vuelos. Como Monipodio, tiene satélites. El que mejor le sirve es Rodrigo Calderón. Hele aquí.

Saca un lienzo que reproduce la estatua orante de Rodrigo Calderón, en la que los bigotes son los de Salvador Dalí, la Cruz de Santiago ha mudado en el símbolo del euro y, de sus manos unidas por las yemas de los dedos, brota una lluvia de monedas de oro. A un lado, en un rótulo se lee “Avida dolars”.

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  JUAN MATO y MOEBIUS

el personaje sea estatua se debe a que de piedra nos deja su fulgurante y lucrativa carrera. De ser un triste paje hijo de un capitán de los tercios de Flandes y de una criada, llegó, gracias a su padrino, a ayuda de cámara del Rey. Subió los escalones del poder de dos en dos, si no de tres en tres. Tales eran sus delirios de grandeza que, cuando llegó arriba, renegó de su padre y se proclamó hijo secreto del Duque de Alba. Ocupó el cargo de capitán de la Guarda Alemana y ahora es Secretario de Estado. Ahí donde le ven, posee hábitos y encomiendas y ostenta el título de Conde de Oliva. Otro título del cual no hace ostentación, aunque le viene como anillo al dedo, es el de chorizo. Enseguida sabrán por qué. En él y en el  Duque de Lerma se confirma cuanta verdad encierra el dicho “Dios los cría y ellos se juntan”. Los dos han hecho de la mentira su lema, su emblema del exceso, de la corrupción y el soborno su ser, de la generosidad a cambio de sumisión un arma poderosa, del robo su profesión y del poder su industria. (Hace una pausa) Ya los tenemos a todos. Nada nos impide que sigamos paso a paso su historia y la de cómo Valladolid llegó a ser la capital de España, no por la gracia de Dios, sino por la voluntad del Duque de Lerma, y del provecho que éste obtuvo a costa de la mudanza. (Carraspea para afinar la voz) No sabemos si hoy el cielo de Pucela está despejado o cubierto, pero sí que el de Madrid es, aunque Velázquez está todavía en el vientre de su madre, velazqueño. El Rey ha salido de caza y está contento porque ha abatido una docena de conejos. Rodrigo Calderón despacha con el Duque de Lerma y, como siempre, hace balance de la jornada. Le cuenta que ya ha encargado la organización de los festejos para celebrar que tal día como hoy hace tropecientos años cayó una nevada de padre y muy señor mío en el monte del Pardo y que el organizador se ha avenido a pagar no sé cuántos ducados por haber sido elegido. No es comisión, sino donativo. Siguiendo sus instrucciones, ha puesto a la venta cuatro golosos cargos en Palacio para los que ya hay veinte candidatos dispuestos a pagar el oro y el moro por conseguirlos. A quien ellos y solo ellos saben le ha puesto las peras al cuarto por meter las narices donde no le llaman. Le ha advertido de que, si sigue jodiendo la marrana, puede que la Inquisición le haga una visita poco grata. En otro orden de cosas, se han ejecutado cinco desahucios, tres por no pagar los impuestos correspondientes y dos por haberlo hecho a deshora. Y así sigue Rodrigo Calderón desgranado su informe durante un buen rato, hasta que el Duque le dice que por hoy es bastante y que, de los asuntos pendientes, hablarán en otro momento. Más antes de irse, Rodrigo le pide un favor. Le tiene echado el ojo a un palacete. Le gustaría adquirirlo, pero su dueño no está por la labor. Para hacerle entrar en razón se le ocurre recordarle que fue construido en lo que fue un campo de nabos no urbanizable y que, si entonces se hizo la vista gorda, ahora, con la ley en la mano, bien podría ordenarse su derribo. Seguro que ante tal posibilidad, cede y vende. Y si aún sigue mostrándose tozudo, se le expropia y en paz. “Y tú, ¿para qué quieres el palacete si ya tienes uno la mar de grande?”, le pregunta el Duque. Rodrigo está a gusto en el que habita. Hay tantas estancias que no ha tenido tiempo de contarlas y retretes, ni digamos. Podría usar uno cada día de la semana. En cuanto a la cochera, hay sitio para cinco carrozas último modelo. “¿Entonces?”, insiste el Duque. Rodrigo tiene el capricho de construirse un ático en todo lo alto con una terraza de padre y muy señor mío. Desde tal belvedere, las vistas sobre el Manzanares serán magníficas. Rodrigo recibe la respuesta del Duque como un jarro de agua fría. Le dice que se olvide del palacete, del ático y de la vista fluvial, pues, si todo sale como tiene previsto, maldita la falta que le hará. Y añade que, en no tardando mucho, su dueño colgará en un balcón de la mansión el cartel de se vende, y que estará dispuesto a hacerlo a precio de saldo, sin necesitad de intimidarle ni expropiarle. Una orden del Duque pone fin al despacho: que emprenda en cuanto le sea posible viaje a Valladolid y que se patee la ciudad en busca de terrenos sin edificar y que haga censo de cuantos palacios existan. Asimismo le da licencia para elegir una mansión que sea de su agrado a la que pueda añadir, si lo desea, un ático desde el que contemplar el Pisuerga. No hace preguntas Rodrigo Calderón, al menos en voz alta, pero está convencido de que lo que trama el Duque será algo que le beneficie. Parte raudo hacia la ciudad castellana, hace lo mandado y entrega los resultados. Con los datos en la mano, hace cuentas el Duque. Le cuadran. “Rodrigo, compremos solares e inmuebles. Terrenos de labranza en los alrededores también, no sea que, cuando la ciudad crezca, no tengamos donde construir”. Con el nuevo encargo, emprende Rodrigo su segundo viaje. (Haciendo un aparte con el público) Tendrán curiosidad por saber de dónde sacarán el dinero para tamaña inversión. Ambos emprendedores guardan algunos ahorrillos y obtienen buenas rentas de sus trapicheos. Con eso harán los primeros desembolsos. En cuanto a los siguientes, ¿para qué están las arcas reales? Tienen tanto fondo que no merman por más que se meta la mano en ellas. Si necesitan más, lo proporcionará la plata que viene del Perú. Es tanta que se puede distraer algún cofre sin que se note. Lo que oyen. Si un pobre diablo roba un huevo, su cuerpo acaba bamboleándose al sol. Estos, en cambio, con mil delitos cometidos se pasean como si con ellos no fuera la cosa. ¿Tú lo entiendes, búho? Yo tampoco. (Volviendo al relato) Estábamos en que Rodrigo Calderón regresa a Valladolid. Compra, compra sin parar. Con discreción, claro, y para que no se note inscribe las propiedades a su nombre, al del Duque, al de familiares y al de testaferros. (Va señalando en el grabado de Valladolid los lugares en que se sitúan las nuevas posesiones del Duque y de su socio) Dos casas tiene a la vera de Santa Clara, una a la de San Pablo, tres en la plazuela Vieja; más adelante, en la del Almirante, cuatro solares y otros tres en la calle de Cantarranas; las de  Platería son palabras mayores, al igual que las de la Costanilla; enfrente, son suyas todas las que rodean una linda fuente y una posada de cinco estrellas; a dos pasos de la Audiencia, donde se dan cita señores grandes, menores y cambiadores, suyas son una casa sí y otra no; lo mismo sucede en la calle de Santiago y en San Francisco; y para qué contar en esta zona cercana a la puerta de Campo. ¡Ah, también adquirió la Huerta de la Ribera, junto al Pisuerga! Y aquí lo dejo por no alargar la relación. Dueño y señor de medio Valladolid, el siguiente paso del Duque de Lerma es ir a Palacio a ver al Rey. Como no necesita pedir audiencia, entra sin llamar a los aposentos reales. “¿Qué te trae por aquí, Francisco?”, pregunta Felipe III No se anda por las ramas el favorito. Va directamente al grano. “Señor, nos mudamos a Valladolid”, suelta sin más preámbulos. “Lo que tú digas”, responde el monarca. Y añade: “¿Hay mucha caza allí?”. “Una escopeta de la zona llamada Delibes me ha dicho que sí”. (Moebius hace una pausa) El búho es de la opinión de que tan sencillo no fue y de que hubo algún tira y afloja, no entre ellos, sino entre el Rey y la Reina. Según él, el Rey no había contado con la parienta. (Al búho) ¿Lo cuentas tú o lo cuento yo? Como quieras. (Moebius se acerca a Doña Margarita) Cuando Felipe le contó lo de Valladolid, ella alzó la vista del libro de oraciones y pregunto: “¿Qué se nos ha perdido allí?”. Buena pregunta, reconoció el monarca. “La respuesta la tiene el Duque de Lerma, querida”. “¿Por qué él y no tú?”. Otra buena pregunta y van dos. “Porque es mi valido y le pago para eso”. Como no hay dos sin tres, llegó la tercera. “¿Es él quien manda en España?”. “En España mando yo”, respondió airado Felipe. “Nadie lo diría, esposo mío. A lo que se ve, tú ni pinchas ni cortas. Contigo se inicia la dinastía de los Austrias menores. Ándate con cuidado, no acabemos de patitas en la calle”. El Rey debió pensar que el Duque era más duro de roer que Doña Margarita, de modo que no dio su brazo a torcer y se mantuvo firme en su postura. Y en la del Duque, claro está. Zanjó la cuestión con estas palabras: “Dime, Margarita, ¿Qué haces en Madrid que no puedas seguir haciendo en Valladolid?”. La Reina se encogió de hombros, dio la batalla por perdida y volvió a sus rezos. (Moebius se aparta de Doña Margarita) Febrero de 1601. ¡La mudanza! Hace un frío del carajo. Van el Rey y su familia carretera adelante, dando la espalda a Madrid y buscando con la mirada Valladolid. La nobleza, los embajadores, el clero, una legión de funcionarios, gente de armas y cientos de criados les precede o les sigue. También, aunque a desgana, los poetas. Los comerciantes y las putas se han adelantado para tomar posiciones. ¿Y el Duque de Lerma? ¿Dónde está el Duque de Lerma? Ahí le tenemos. No para. Tampoco se está quieto don Rodrigo Calderón. Los dos están atentos a su negocio, que es el de vender a los nuevos vecinos de Valladolid a un precio alto lo que ellos adquirieron por tres reales. Les favorece que la demanda de palacios, casas y solares es grande. Entre los compradores, hay uno de excepción: el propio Felipe III. Se hace con la Huerta de la Ribera por el módico precio de treinta millones de maravedíes. ¡El Duque había pagado por ella ochenta mil! No queda ahí la cosa, pues para hacer frente al pago de las viviendas, sus compradores han de vender las que dejan vacías en Madrid. Adivinen quién se las queda. ¿Quién ha de ser sino el Duque y su socio? A precio de saldo, por supuesto. Aun así dicen que, para sus intereses, la operación es ruinosa, ya que Madrid, al quedarse sin la Corte, está condenada a ser una ciudad sin porvenir. No hay ejemplo más claro de que, para que algo nazca, es necesario que algo muera. Valladolid será Señora a costa de que Madrid pierda tal tratamiento para ser, en adelante, una humilde mujer. Ya van acercándose los viajeros a Pucela. Una bandada de perdices surca el cielo castellano y un desfile de liebres se les cruza en el camino. La idea de la suelta de volatería y de conejos asilvestrados ha sido del Duque para que el Rey se convenza, si alguna duda tiene, de que aquella es tierra de caza. La broma ha salido por cuatrocientos reales del ala. Ya entran en la ciudad. Lo hacen por la Puerta de Campo convertida en arco de triunfo. Repican las campanas. Hay luminarias en las torres de las iglesias y en las ventanas de la plaza Mayor. Música de trompetas y atabales acompañan los bailes y hay mucho ruido de cohetes. Ya estamos en Valladolid, ya es Valladolid capital de España y de su imperio. ¿Y ahora qué? Pues a crecer. Las calles y plazas se van llenando con el trasiego de los nuevos vecinos. Donde había treinta mil pronto habrá el doble. Vecinos ricos y vecinos pobres, gentes de bien y trapisondistas. Hay sitio para todos. Lo que toca es poner orden en tanto desorden. A ello se aplica el Duque. Realiza nombramientos para cubrir puestos golosos y, en tal menester, barre para dentro. Los elige a dedo entre familiares y amigos. Aunque el negocio inmobiliario le ha hecho más rico de lo que era, su ambición no tiene límites. Quién robaba en Madrid, sigue haciéndolo en Valladolid sin cambiar de método. Atendiendo a sus intereses, el Duque de Lerma hace lo que se le antoja, y tolera que, sin salirse de madre, otros hagan lo propio. Así se asegura de que no será criticado por sus excesos. Si nadie está libre de pecado, nadie le arrojará piedras. Estos cambalaches propician que se den milagros tales como que un bergante venga a ser excelencia o que un avispado gane en un día lo que su linaje no ha conseguido en mil años. ¡Que locura! En la Corte tienen jurisdicción todos los vicios: el ocio, el juego, la mentira, la gula, el adulterio… Valladolid va camino de ser peor que la Roma de Tiberio y, sus noches, nada tendrán que envidiar a las de Calígula y Nerón. Pero también será una ciudad próspera. Nada que ver con Madrid, condenada a hundirse en la miseria. Y es que, amigos míos, la risa va por barrios. Más volvamos a Palacio y a sus inquilinos. La reina doña Margarita está ocupada con su primer embarazo. Alumbrará una niña llamada a ser, dentro de algunos años, nada menos que reina consorte de Francia.  Por lo que respecta a Felipe III, el Duque considera que la caza no es suficiente ocupación para llenar sus días y que le deja demasiado tiempo libre para meter las narices donde no le llaman. Opina, además, que un rey que no se divierte está condenado a la melancolía. De modo que, para que se entretenga, le organiza un programa de festejos que harán de Valladolid el más grande parque de atracciones del mundo. Item más. Como no da puntada sin hilo, matará dos pájaros de un tiro, pues, a la diversión de Rey, se sumará la del pueblo. Con tanto jolgorio, la gente estará feliz de la vida y agradecida de que alguien piense en ella. (Hace una pequeña pausa para escuchar al búho) El sabio búho me dice, y yo se lo cuento de su parte, que, si ustedes piensan mal, acertarán. Siendo verdad cuanto les acabo de relatar, no lo es menos que, de la organización de los actos festivos, el Duque y su pupilo sacarán pingües beneficios. Ustedes mismos. Escuchemos las órdenes que recibe Rodrigo Calderón de su jefe cuando no llevan en Valladolid ni dos meses. “Toma nota, Rodrigo. Ocúpate de que no quede plaza sin tablado para que actúen los cómicos y para las danzas y lleva la cuenta de la madera que se necesita, que sin duda será mucha. La de más calidad resérvala para las tribunas de invitados. Estoy hablando de unos cincuenta mil maravedises. Una minucia si lo comparamos con el gasto en cera y aceite para iluminar las noches de modo que parezca que es de día. Medio millón y me quedo corto. De ese presupuesto hay que sacar para iluminar nuestras casas para el resto de nuestras vidas. Organizaremos carreras de toros. Los compraremos en Zamora. Tengo convenido con el ganadero que nos engorde las facturas. Al precio de las reses tienes que añadir los honorarios por ocuparnos de la gestión, los correspondientes a ir por ellas a Zamora y los de devolver a la dehesa las que sobren, más los gastos de cobranza. También serán frecuentes las fiestas del agua en el Pisuerga. Para las batallas navales, los barcos tendrán el calado adecuado para el cauce de río, pero su apariencia y lujo no han de desmerecer de los de la flota que surca los océanos. Dicho en plata, el coste de fabricarlos no puede ser inferior al de los que salen de las atarazanas reales”. Todavía señala el Duque la conveniencia de mejorar la indumentaria de los regidores de la ciudad y de los servidores de Palacio, lo que obligará a comprar cientos de varas de terciopelo, de raso y de tela de oro fino. Rodrigo Calderón caza al vuelo el pensamiento del Duque. Toca hacer sitio en sus roperos para guardar los vestidos y trajes que reserven para su uso y el de sus allegados. La sesión se prolonga durante horas. ¡Son tantos los fastos a celebrar! Cuanto huele a espectáculo es tenido en cuenta. Hasta los autos de fe. Ya está todo hablado, pero antes de irse a dormir con la conciencia tranquila, el Duque le recuerda: “No olvides que, si en toda contabilidad hay una columna para el debe y otra para el haber, en la nuestra debe haber lo que decidamos que es justo para compensar nuestros servicios a la Corona, ni un maravedí más ni un maravedí menos. No me andaré con rodeos. No reparemos en gastos, que sin son pocos, aunque escasa, la sisa se notará, mientras que, si son altos, pasarán inadvertidos”. Es lo que tienen las cifras con muchos ceros, que, al contarlos, uno se pierde. Tanto gana el de Lerma y tanto es su poder que tiene la osadía de encargar un retrato ecuestre a Rubens. Ser retratado a caballo es privilegio reservado al Rey. Si alguno no me cree, vaya al museo del Prado y compruébelo.

Para despejar dudas, saca el dicho retrato, al que no le faltan retoques. Como en el original, el caballo que monta el Duque es blanco, pero el bastón de general ha sido sustituido por una varita mágica y el collar de la Orden de Santiago por una ristra de chorizos.

Ahí le tienen, altanero y orgulloso en su brioso caballo. No le anda a la zaga Rodrigo Calderón, el cual, por no ser menos, también ha querido ser inmortalizado por el mismo artista. No busquen éste en el Prado, pues no está allí, sino colgado en una de las paredes del Castillo de Windsor.  Tranquilos. No les haré ir hasta allí.

Saca su retrato, que es de parecida factura al del Duque, aunque aparece disfrazado de salteador de caminos.

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  JUAN MATO

1601, 1602, 1603…  Pasan los años y en Valladolid se celebra todo: el santo del Rey, el santo de la Reina, el de los sobrinos, el de las cuñadas, los cumpleaños de todos ellos, los bautizos, las bodas, las fiestas de la Iglesia, las batallas ganadas, las batallas perdidas, la llegada de un embajador, el paso de una estrella fugaz, los años bisiestos y los que no lo son, el fin del estreñimiento de su Majestad… Aquí cuadra la pregunta del cuplé: ¿A dónde va España tan bien plantá? ¿De dónde saca pa tanto como destaca? La respuesta no tiene vuelta de hoja: del erario. Pero de tanto echar mano de él, está exhausto.  Se ve el fondo de las arcas reales. La plata que llega de las Indias es escasa para llenarlas. Las minas de sal, tan rentables, no dan más de sí. La gallina de los huevos de oro, ha dejado de poner. ¡El país está en bancarrota! (En un aparte) El Duque, no. El Duque tiene su fortuna a buen recaudo. Podría construirse cinco Escoriales y seguiría siendo rico. Es de los pocos que todavía desayunan mantequilla y pan tierno y combaten el frío con naranjadas y aguardiente. (Retoma el discurso) Suenan todas las alarmas. Hay que buscar recursos. Al rescate acuden, como buitres, los banqueros europeos. Prestan el dinero con usura. España, está empeñada hasta las cejas. Su deuda es soberana. Tiene la soga al cuello. Digo mal. Al cuello la tienen sus ciudadanos, que al final resultan ser los paganos. “Hay que subir los impuestos”, anuncia el Duque. Ante ciertos murmullos de desaprobación que  llegan a sus oídos, aclara que la medida no va ni con el clero ni con la nobleza, pues aquel paga con sus oraciones y, éste, con su patriotismo. Hace números y repara en que, para salir del atolladero, no basta con subirlos. Es preciso crear impuestos nuevos. Su imaginación no tiene límites. En su cabeza bulle la idea de someter a la firma del Rey un decreto que obligue, a los que quieran cagar, a limpiarse el culo con papel sellado. Se aplicará la tarifa normal a los que hagan de vientre en retrete u orinal. La tasa será mayor para los que defequen en lugares públicos a la vista del todo el mundo. Y tendrán bonificación aquellos que sientan dolor fiero por hacerlo con dificultad y pujo de sangre. Bien se ve que el Duque de Lerma se ocupa a fondo de las cuestiones de estado, lo que no le impide atender sus propios asuntos. Cree que la Corte lleva demasiado tiempo en Valladolid y que ya va siendo hora de sacar algún provecho de sus propiedades en Madrid. Además, hace tiempo que su alcalde le viene tentando con una buena mordida si les devuelve la capitalidad. De modo que, ni corto ni perezoso, en 1607 le repite al Rey lo que le dijo seis años antes. “Señor, nos mudamos”. “¿Ahora a dónde?”, inquiere Felipe III. “A Madrid”. “Lo que tú digas”. Asunto zanjado. En Palacio, empiezan a hacer las maletas. ¿Y la Reina? ¿Qué dice esta vez Doña Margarita? Está furiosa. Se desahoga con su confesor. Ahora mismo lo está haciendo. Silencio. (Moebius y el búho escuchan atentamente y no paran de hacer gestos de asombro) Escuchen lo que acaba de soltar: “Mi marido es un calzonazos, con perdón. El Duque de Lerma le maneja como si fuera su criado. A Madrid nos vamos. Porque sí. Porque sí, no. Porque lo ha decidido el buen señor. Algún beneficio sacará de ello ese caco de las Españas, ese Mercurio dios de ladrones, ese don Julián de las traiciones. Es la viva estampa de la codicia. Todo lo que diga de él es poco. ¿Sabe cómo me recibió Madrid cuando venía para ser la Reina soberana de España? Juntaron mucha gente y llenaron las calles de estatuas y pendones. Pendones de enarbolar, porque luego supe que eran más los que caminaban a dos patas. A cada paso había un arco triunfal y, en todos, cuadros y tapices. Donde faltaban los arcos, plantaron fuentes monumentales. Tanta pompa impresionaba. Aquello costó una fortuna. A su lado, chicas se quedaron las cuentas del Gran Capitán, otro que tal.  Ni en la visita del Papa Benedicto a Valencia se gastarán tanto. El dispendio hubiera estado justificado en parte si tanta parafernalia no hubiera sido puro artificio, pura apariencia. La nada envuelta en tramoya. Eso es lo que fue. Las estatuas no eran de mármol ni de piedra, sino de yeso. Y las fuentes, ¡ay las fuentes!, secas se quedaron tan pronto como paso la comitiva. Ahora solo tienen agua cuando llueve. Perdón de nuevo por la vulgaridad, padre, pero tengo por cierto que, de aquella teta, alguien chupó más de la cuenta. Y ese alguien no es otro que el de Lerma. Lo peor es que sigue ordeñando todas las que se le ponen a mano. Y lo hará mientras nadie le pare los pies. Si quien tiene que remediarlo mira para otro lado, seré yo la que le ponga el cascabel al gato.  ¡Por éstas!”. Vaya si está decidida la Reina Doña Margarita. Removerá Roma con Santiago para conseguirlo, aunque por consejo del fraile decide esperar a estar de nuevo en Madrid. Pobre Madrid el que encuentra. Cuanta miseria en la calle y cuanto negocio en las altas esferas. El Duque, con la inestimable ayuda de Calderón, revende a sus antiguos propietarios a precio de oro lo que les había comprado barato apenas seis años antes. Saca cuatro de lo que le costó uno. De lo que no se ha desprendido es de los terrenos que poseía junto al paseo del Prado. Mientras estaba en Valladolid, edificó en ellos la que es su residencia.  (Acercándose a la vista de Madrid y señalando el lugar) Ahí está: un palacio de padre y muy señor mío. ¿Lo ven? Enorme, ¿verdad? En nada desmerece del que, al mismo tiempo, se hizo construir en el pueblo de Lerma. Es más lujoso que el Alcázar Real y sus jardines nada tienen qe envidiar al del Retiro. Tantas huertas le rodean, que el Duque no necesita abastecerse de nada fuera de sus tapias. No se crean que solo tiene eso. Ya era dueño y señor de pueblos enteros: Tudela de Duero, Roa, Santa María del Campo, Torquemada y Valdemoro. Ahora negocia la adquisición de los Carabancheles y Getafe. ¿Cómo piensa pagar? Algo saldrá de su bolsillo y lo que falte correrá a cuenta de la Hacienda Real, como siempre. Imposible calcular su fortuna, pues, al valor de las fincas, inmuebles, carrozas y joyas y al dinero declarado, hay que sumar lo que tiene a buen recaudo en cuentas secretas o a nombre de testaferros. “Cruz y raya”, clama Doña Margarita “Hasta aquí hemos llegado”. Dicho y hecho. Busca el apoyo de los que con tanto ir y venir, malvenderle sus bienes y comprárselos, se han arruinado, y de los que han sido apartados de los círculos del poder por su influencia y sus intrigas.  Hay perjudicados hasta debajo de las piedras. Cuando el Duque olfatea el peligro, apela al Rey: “Señor, vuestra esposa y unos cuantos malandrines me están buscando las cosquillas y mi ruina. Han fisgado en mi despacho y me espían”. “Calma, Francisco, haré lo que pueda. Hablaré con la Reina”, responde el Monarca. “Estamos apañados”, exclama el valido. “Vamos, vamos. La Reina no quiere hacerte daño”. “¿Qué no? Se comporta conmigo con fanática intransigencia”. “Alguien la estará malmetiendo, pero eso lo arreglo de un plumazo”.  El Duque, como conoce al Rey, no le cree. Se produce un largo y espeso silencio. Al cabo, lo rompe el Monarca con un “la vida es resistir”. “Yo resisto, pero si nadie me ayuda…”. “Tranquilo, me tienes a tu lado. Ánimo. Se fuerte, Francisco”. Sale cabizbajo el Duque. No tiene conciencia de haber obrado mal. Cuanto ha hecho en la vida ha sido por el bien de su familia, pero, por si acaso, toma la decisión de que, si el Rey le deja a los pies de los caballos, se encomendará a Dios. A Dios y al Papa, que es su representante en la Tierra. ¿Es  posible, se pregunta, que por tener la bolsa llena acabe puesto en cadenas? ¿Qué país es éste que premia así a su mayor benefactor? Sin embargo, su situación no le quita el sueño, aunque le produce horribles pesadillas. En la peor de todas  se ve encabezando una procesión de penitenciados en la que reconoce a Rodrigo Calderón y a los familiares y amigos que gozan de su favor. La muchedumbre les escupe a su paso y les llama ladrones sin tasa y otros palabros tan gruesos que no viene al caso recordar. Decir que la reina Doña Margarita llevó a buen puerto su cruzada es verdad y no lo es. (Señalando a Quevedo) El maestro Quevedo tiene dicho que, a veces, muchos siglos pasan en un mes. Pero también suele suceder lo contrario, que un día dure meses y, un mes, una eternidad. Dicho de otro modo, hay distintas varas de medir el tiempo. En España el tiempo de la vida es uno y, otro, el de la justicia. Bien se aprecia en esta historia. El de la vida de la Reina fue tan corto que no alcanzó a ser testigo del resultado de su empresa. Un mal parto se la llevó de este mundo. De culminarla se ocuparon otros. El de la justicia, en cambio,  suele ser más largo. No para los robagallinas, que dan con sus huesos en la cárcel tras juicios que apenas duran un suspiro, sino para los poderosos, cuyos procesos son el cuento de nunca acabar. Las leyes les facilitan las estratagemas y los resquicios para dilatarlos. Eso si antes no han puesto pie en polvorosa al grito de ¡Sálvese quien pueda! Como el desenlace va a tardar y no es cosa de dejarles con la miel en la boca, aprovechando que esto es teatro y que el teatro permite muchas licencias, me tomaré la de anticipárselo. Vamos allá. Sucederá que, cuando las cosas se pongan feas, el Duque volverá a acordarse de Dios y del Papa. ¿Para qué dar ocasión a que me corten la cabeza?, pensará. Le entrará una repentina y sospechosa vocación religiosa. Solicitará de Roma el capelo cardenalicio, el cual le será concedido. De ese modo logrará salvar la vida, pues de eso se trata, ya que la condición de clérigo de tanto rango le convierte en aforado y, como tal, goza de inmunidad. Si algunos de ustedes oye por ahí que el mayor ladrón del mundo se vistió de colorado para no morir ahorcado, sepa que el tal ladrón es el Duque de Lerma. Salvado el pellejo, se retirara de la vida pública. El que acabará pagando el pato será Rodrigo Calderón. Aquello de que siempre pagan justos por pecadores, no viene al caso. Calderón, como el Duque, había robado a manos llenas. Será condenado a morir ajusticiado en un escenario, de lujo: la plaza Mayor de Madrid. Antes de que el verdugo le rebañe el cuello se pondrá estupendo. Ante el juez que la interrogará exclamará con el mayor de los descaros: ”Me han causado un gran daño. He sido encarcelado de forma injusta. He sufrido mucho en mi vida personal, profesional y familiar, y en mi reputación, que la tenía. He perdido mi hacienda y mi salud. Exijo que se respete mi dignidad”. El fatídico día en que Calderón se vaya de este mundo con la cabeza bien alta, aunque despegada del cuerpo, es posible que el Duque de Lerma, en su retiro dorado, se acaricie el cuello y respire tranquilo al ver que ha conseguido salvarlo. Su pesar será otro: observar como los que tomaron el relevo de la difunta Doña Margarita para provocar su caída en desgracia se han hecho con el poder. Le dolerá que, entre ellos, esté su propio hijo. Maldecirá al Conde-Duque de Olivares, que le ha dejado fuera de juego, para hacer con provecho lo mismo que él hacía. Lo que no llegará a ver, porque Dios o el diablo se apiadarán de él y se lo llevarán al otro barrio, es como otros tomarán el relevo del Conde-Duque. Validos o no validos, que la denominación del cargo no viene al caso, muchos serán válidos para seguir mangoneando y llevándoselo crudo. Entre los más ilustres estarán Manuel Godoy, que acumulara cargos y títulos mientras  se trajina a la reina María Luisa. O el Marqués de Salamanca, que será Ministro de Hacienda y aventajado capitalista, trujamán de las finanzas, rey del monopolio y mago de la bolsa, capaz de ganarse treinta millones de reales en una hora. ¿Y qué se dirá del Conde de Romanones, llamado a ser el amo de Guadalajara, al que hasta las hojas de los árboles tendrán que pedirle permiso  para desprenderse de las ramas? Y así hasta el infinito, porque vendrán más. Allá por el siglo XXI, ocupará lugar destacado otro Rodrigo, y un duque avispado se llevará la palma promocionando la práctica del deporte sano. No faltará un árbitro de la elegancia llamado Francisco, con una colección de trajes a la medida que para si hubiera querido Petronio. Todos pagados a tocateja por sus amiguitos del alma. Habrá un muy honorable caballero tan entregado a su patria que se olvidará de que su padre le dejó en herencia un dinerito que, como sucedió en la multiplicación de los panes y los peces, engordará, sin aparente intervención humana, hasta convertirse en un pastón. Un cacique de provincias llamado Carlos Cabra o algo así, que alardeará de visionario, construirá aeropuertos antes de que se haya inventado el avión. Y un tesorero que responderá al nombre de Luis se hará popular cuando descubra que una empresa puede llevar tantas contabilidades como letras tiene el abecedario. Contabilidad A, contabilidad B, contabilidad C y así hasta la Z. Amigos, la conclusión es que no hay nada nuevo bajo el sol. Vayan con Dios, pero antes permítanme que, para que ustedes les reconozcan si alguna vez se cruzan con ellos, les muestre los retratos de la última hornada de los hijos de la rapiña. 

Saca a escena las caricaturas de estos y otros políticos emplumados por abuso de poder, estafa, cohecho, prevaricación, apropiación indebida, alzamiento de bienes, soborno, evasión de impuestos y demás delitos financieros. Mientras Moebius los va señalando, se oye el estribillo de una canción, cuya letra reza:

Nada nuevo bajo el sol.
 No hay ninguna novedad.
 Unos trincan lo que quieren,
 que se mueran los demás.

 

Más información
   Nada nuevo bajo el sol. J.López Mozo

JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
Copyright©lópezmoz

 

 

 

Última actualización el Miércoles, 22 de Julio de 2015 17:43
 
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