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Daisy. Rodrigo García. Crítica PDF Imprimir E-mail
Escrito por Jerónimo López Mozo   
Miércoles, 17 de Junio de 2015 18:08

DAISY
LA CALMA DESPUÉS DE LA TEMPESTAD

(FESTIVAL DE OTOÑO A PRIMAVERA)

  Daisy---Christian-Berthelo 
  GONZALO CUNILL / JUAN LORIENTE
FOTO: CHRISTIAN BERTHELOT

Daisy es probablemente el mejor espectáculo creado por Rodrigo García en los últimos años y el menos discutido por parte del público que no acaba de comulgar con su teatro. No se puede hablar, sin embargo, de un nuevo Rodrigo García. Seguimos reconociendo al que dio sus primeros pasos en España a finales de la década de los ochenta y al que se ha consolidado a lo largo de una trayectoria dominada por la evolución, sin que se perciban en ella rupturas significativas. En efecto, su discurso siempre ha estado ligado a su rechazo de la sociedad occidental, esclava del consumismo y condenada a ser devorada por él. Su traducción escénica se ajusta a formas vanguardistas que tuvieron su primer escaparate en la sala alternativa Pradillo, sede de  La Tartana Teatro, donde fue bien acogido por Carlos Marqueríe, Antonio Fernández Lera, su hermano Chete y otros representantes de un teatro innovador e interdisciplinar que respetaba el valor de la palabra. Ellos le arroparon cuando, en 1986, llegó a España desde su Argentina natal (con escasa formación teatral, es decir, sin ataduras) y le han acompañado con mayor o menor implicación en muchas de las producciones de La Carnicería Teatro, la compañía que fundara apenas tres años después. También ha contado habitualmente con un reducido grupo de actores que han sabido interpretar sus propuestas. Los dos que protagonizan Daisy son habituales en sus repartos. A Gonzalo Cunill le recordamos actuando en Los tres cerditos (1993) y Notas de cocina (1995) y a Juan Loriente en Somebody to love (2001) y La historia de Ronald, el payaso de McDonald’s (2003). En cuanto a la escritura, Rodrigo García siempre la ha cuidado y la sitúa en un lugar importante en sus espectáculos, procurando que no la eclipsen los otros elementos presentes en ellos. Al margen de su función teatral, sus textos tienen el valor de la buena literatura dramática. Por último, la evolución de su estética ha estado ligada, en primera instancia, a sus progresos como creador y, luego, al acceso a medios de producción que antes estaban fuera de su alcance.

¿Por qué, si esto es así, Daisy ha sido saludada por algunos como una ruptura con su obra anterior y, por otros, como el intento de interesar a un público que rechazaba su agresividad verbal y visual? No comparto la primera opción y dudo que sea la segunda la causa de una transformación en la que, insisto, no creo. Mi opinión es otra. En sus últimos espectáculos, un Rodrigo García reclamado por Centros Dramáticos y Festivales internacionales y con importantes medios materiales puestos a su disposición, se había despeñado por la pendiente de la espectacularidad gratuita y disparatada. Sus borracheras audiovisuales se hacían interminables y aburridas y lo escatológico, por excesivo y reiterativo, producía más indiferencia que rechazo. En alguna de sus propuestas le he visto como una víctima de la fiebre consumista que denuncia. Ya tuve esa sensación en La historia de Ronald y se repitió, años después, en Golgota Picnic (CLIKEAR). En la primera, arrojaba ingentes cantidades de comida sobre el escenario hasta convertirlo en un nauseabundo basurero. Nada faltaba de lo que puede ser adquirido en un supermercado. En la segunda, la siembra fue de panecillos para hamburguesas. Nada menos que tres mil, renovados en cada representación, servían de alfombra a los actores.

En Daisy, Rodrigo García no abdica del carácter provocador de su teatro. Le reconocemos en su ácido discurso y en cada detalle de la puesta en escena. Aquél, una sucesión de largos monólogos, casi siempre recitados sin emoción, con ese deliberado tono monocorde y aburrido que se ha convertido en señas de identidad de los personajes que interpretan Cunill y Loriente. Se diría que, más que dialogar con el público, están pensando en voz alta. Cunill habla de las cucarachas, esos insectos nocturnos y corredores que a todos nos resultan repugnantes, pero no a él, que, por llevar la contraria, las ha elegido como compañeras amables y serviciales. Loriente, por su parte, recuerda sus gloriosos tiempos de farra discotequera y cabalgadas en motos de gran cilindrada. Se da voz al filósofo alemán Leibniz para que pronuncie un discurso demoledor sobre la hipocresía de ser humano y se abordan otras cuestiones que apenas guardan relación entre sí, pero que, en conjunto, ofrecen un retrato desconcertante de quienes, no teniendo sitio en una sociedad devota del pensamiento único y con hábitos totalitarios, lejos de intentar cambiarla, deciden nadar contracorriente sin excesivo entusiasmo. La suya es una forma de entender la vida propia de los que no comulgan con ella y, lejos de plantarle cara, se van deslizando lentamente por su pendiente camino de un final vulgar y poco heroico. No lo es el suicidio, pero menos, cuando para consumarlo, se recurre a la colaboración de otro. Es lo que sucede aquí. Cuando Loriente se acomoda en posición fetal en una capsula con forma de huevo cerrada herméticamente, Cunill asume la función del verdugo o cooperador necesario que bombea a su interior el gas letal que provocará su muerte.

Los demás elementos presentes en el escenario nos son familiares. Animales, en esta ocasión dos simpáticos perros falderos y una tortuga que sumergida en el agua contenida en un depósito de paredes transparentes. No falta la pantalla en la que se proyectan frases pronunciadas por los actores o que remiten a su discurso y que también muestra imágenes amplificadas, entre ellas de la tortuga nadadora o las de un enjambre de cucarachas en continuo movimiento. Hay altavoces que amplifican sonidos y música en directo, en esta ocasión ofrecida por un cuarteto de cuerda que interpreta a Bethoven. La gigantesca figura de un perro sentado sirve de tribuna o púlpito para buena parte del monólogo que abre el espectáculo. Está la moto, anclada al suelo, cabalgada por Loriente durante sus evocaciones rockeras y luego convertida en la proveedora del monóxido de carbono que viaja, desde el tubo de escape, hasta el huevo devenido en cámara de gas a través de una gruesa manguera. Siendo mucho el "atrezzo", quizás no inferior al empleado en espectáculos anteriores, se nos antoja menos abigarrado. Tampoco las acciones, más medidas en su duración y agresividad, provocan ese rechazo que, en otras ocasiones, expulsaba al público de la sala o le obligaba a cerrar los ojos.

Sin duda, algunos devotos de Rodrigo García consideran esta producción como un paso atrás en su trayectoria y es posible que lo lamenten. Yo no la veo como un signo de debilidad o concesión que conduzca a un modelo más digerible, sino como el resultado de la búsqueda de mayor equilibrio en el uso de los recursos teatrales. Al limitar ciertos excesos que anegaban la palabra hasta el punto de hacerla casi invisible, ésta ha recuperado su importancia y nos llega nítida, sin excrecencias innecesarias.

  Daisy 3 B copia 
   FOTO: CHRISTIAN BERTHELOT 

Título: Daisy
Género: Teatro Dramático
Texto, escenografía y puesta en escena: Rodrigo García
Traducción: Christilla Vasserot
Intérpretes: Gonzalo Cunill y Juan Loriente 
Año de producción: 2013
País: Francia - España
Idioma: Español
Duración aprox: 1 hora y 45 minutos (sin intermedio)
Estreno en Madrid (Festival de Otoño a Primavera): Teatros del Canal (Sala verde), 29 - V - 2015.
www.rodrigogarcia.es

Más información

JERÓNIMO LÓPEZ MOZO
Copyright©lópezmoz

 

 

 



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Última actualización el Miércoles, 17 de Junio de 2015 18:49
 
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