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La Hija el aire. Reseña 1981. Crítica PDF Imprimir E-mail
Escrito por Santiago Martín Bermudez   
Martes, 27 de Abril de 2010 18:03
LA HIJA DEL AIRE
[2005-01-05]

DE CALDERON
REDUCCIONISMO, INCOMPRENSION, DESAPEGO, RUTINA...
NI ANA BELÉN NI CARLOS LEMOS SE SALVAN DEL DESASTRE.
NUESTROS ACTORES NO SABEN DECIR EL VERSO


Reseña, noviembre/
Diciembre, 1981
(nº 135, pp. 23 – 24)

DE CALDERON
REDUCCIONISMO, INCOMPRENSION, DESAPEGO, RUTINA...

LA HIJA DEL AIRE
Centro Dramático Nacional.

NI ANA BELÉN NI CARLOS LEMOS SE SALVAN DEL DESASTRE.
NUESTROS ACTORES NO SABEN DECIR EL VERSO

Título: La Hija del aire.
Autor: Pedro Calderón de la Barca.
Adaptación: Francisco Ruiz Ramón.
Escenografía y vestuario: Fabió Puigserver.
Dirección: Luis Pasqual.
Intérpretes: Ana Belén, Francisco Casares, Francisco Algora, Francisco Guijar, Carlos Lemos...
Estreno en Madrid: Teatro Maria Guerrero (CDN). Octubre 1981.

Ana Belén y Carlos Lemos

Lo más significativo del centenario de Calderón es que nos ha dejado en evidencia. Sobre todo porque hay que partir de cero, empezar de nuevo, recordar a regañadientes a este autor del Siglo de Oro... Acudir a él con prisa e incomprensión, tomándole por algo muerto o aceptando estúpidamente lo que de él nos ha dicho la rancia ortodoxia de una clase que se lo apropió (ahí están los que desde supuestas posturas progresivas. se han negado a rescatar a Calderón incluso en su centenario). Y partir de cero es tener que señalarle como uno de los tres grandes autores de todos los tiempos - Sófocles. Shakespeare, Calderón? - a sus incrédulos compatriotas, incapaces de haber elaborado una tradición de poner sus obras en escena, pero creadores en su lugar de otra, la de despacharlo con algún calificativo despectivo e ignorante (lo de “reaccionario” no es por ahora sino la última de las lindezas, que evita el trabajo de conocerlo). La profundidad, el lirismo, la poesía, la altura de su teatro, de sus tipos, de sus personajes y situaciones es tal que la pobreza del centenario es síntoma del estado de nuestro sistema cultural. Lo máximo que pretendemos es cubrir el expediente con acudir a sus títulos más célebres, que no son los mejores necesariamente, por muy importantes que sean El alcalde de Zalamea o La vida es sueño. A menudo ignoramos el sentido crítico de esos dramas “de honor” como el tremendo Médico de su honra y creemos que el protagonista es trasunto del autor, defensor de esa odiosa moral exterior. Olvidamos la relectura que nos rescataría al verdadero Calderón y olvidamos esas obras grandes e inmortales que acaso recuperen otros españoles menos perdidos que nosotros en sus ombligos ideológicos.

Seria el momento de acusar de nuevo a nuestros actores de no saber decir el verso. Que es como decir la prosa, pero más difícil, porque hay que saber mucho mejor lo que se está diciendo, y éste es el secreto fundamental. Y que no hay que confundir verso con soniquete. Y que no es precisa la gesticulación exagerada para “explicar” el verso. En fin, que el verso rehúye, sin embargo, la inexpresividad mucho más que la prosa, lo que es tanto como decir que sólo lo diré bien quien alcance ese punto de equilibrio interpretativo tan raro en nuestros escenarios. En el montaje de La hija del aire se da la presencia de un actor de la vieja escuela, Carlos Lemos, cuya manera de decir el verso es engolada, falsa, inviable ya. Hemos destruido esa escuela, en buena hora, pero no la hemos sustituido por nada, ni siquiera por el estudio de las palabras para darles un sentido al declamar. ¡Declamar! Qué palabra tan cargada de sentidos de vacuidad y ridículo para todos los que se han acercado alguna vez al teatro.
 


La mayor parte de los actores
Demuestran una ignorancia total
De Calderón.
También es la hora de acusar de nuevo a nuestros actores de ser incapaces de construir un personaje, un tipo, un arquetipo, de cristalizar los elementos del gestus. Acaso la dudosa forma de reclutamiento y selección del personal en el teatro —como en otras artes “bunkerizadas” que también han conseguido la expulsión del público— ha llegado a prescindir de los actores de talento. ¿Qué otra cosa cabe decir, si no. ante ese rey y ese general — Francisco Guijar y Francisco Casares —, que convierten en bronca de mercado el terrible enfrentamiento de sus pasiones? ¿O del pobre histrionismo de Algora y la rutinaria presencia de Valverde, Calot o Meseguer? A diferencia de El alcalde de Zalamea de Fernán Gómez, basado en actores medios pero soportables y en una soberbia creación del personaje central, en La hija del aire de Lluis Pasqual no hay ni un solo actor salvable. Ni siquiera la protagonista, Ana Belén, que casi nunca ha aparecido como una actriz excepcional ni creativa, pero que siempre ha dado buenos niveles de profesionalidad y corrección. Aquí se la adivina forzada a crear un personaje que acaso concibe de otro modo y cuya complejidad y riqueza queda reducido a una sed de poder y a una coquetería narcisista lamentable — la escena del parlamento de Lidoro (Lemos) con la Belén peinándose (“qué guapa soy”) es de vergüenza ajena, por lo reduccionista y facilón —. A Lemos y Ana Belén los recuerdo espléndidos en un Tío Vania de Layton en que habla lo que aquí falta, un magnífico director de actores, una clara concepción del drama y una compañía con ambición artística. Tal vez también había más ensayos.

La dirección de Lluis Pasqual es, por lo menos, ingenua. Como es ingenua su perplejidad verbalizada en el programa de mano, donde no se habla para nada de obra tan difícil y, sobre todo, de lo que se ha hecho con ella; sólo es un intento de disculpa con una base que no podemos negar, la convicción de que se trata “de una apuesta perdida desde el primer momento o más exactamente con sólo una posibilidad de ganar a larguísimo plazo”. Acaso en el año 2081 haya españoles criados en una tradición de respeto y conocimiento de los clásicos, con la convicción de que esto no constituye un culto a los muertos estéril e idólatra, sino una parte del conocimiento de nuestro ser en el tiempo. Lo cierto as que esta puesta en escena, en la que ha intervenido gente del excelente conjunto del Teatre Lliure —en ese mismo escenario del María Guerrero le hemos visto montajes muy diferentes por ser muy buenos, hasta un clásico—, es un fracaso total, hecha sin convicción y con una incomprensión del original que suena a rutina posterior a una imposición al grupo. No es así como se crea una tradición, sino como se fomentan pataletas como la de Miralles (“come y calla, que es cultura”, qué ingenioso).

Pero el fallo de base está en la adaptación del texto, a cargo del profesor Ruiz Ramón, del que nos consta sin embargo su amor a Calderón. La hija del aire es una compleja tragedia compuesta de dos partes, cada una de las cuales corresponde a la duración normal de una comedia. Es decir, cuatro horas y media de teatro se nos han reducido a dos y cuarto. Con las consiguientes simplificaciones, faltas de motivación escénica, reducción de situaciones y personajes desaparición de algunos, falseamiento del drama. Lamentable. Lamentable porque se podía haber elegido otra obra importante de Calderón si se temían las impaciencias de espectadores inquietos. O porque se podía haber hecho como en otros países y sentar un buen precedente. Ó bien como en la ópera: un entreacto largo para cenar y, después, vuelta al teatro. El teatro sería así como un acto cultural largo y hermoso donde está excluida la impaciencia. El anillo del Nibelungo, de Wagner, dura cuatro días y el último de ellos supone unas seis horas en el teatro y en los bares y paseos de alrededor... y se lleva representando cada vez más a menudo desde hace 105 años. La adaptación de La hija del aire lleva la obra a un estéril reduccionismo que ha provocado alguna protesta, como la del dramaturgo José Ruibal en “El País”, totalmente justificada. En efecto, Semíramis, la protagonista, posee en sí el ascendiente de Diana y el de Venus, dos formas contrapuestas de feminidad: la demostrativa y la apegada a la naturaleza, la actuante y la maternal, la poderosa y la comprensiva... Criatura arrancada por violación de un devoto de Venus a una sacerdotisa de Diana, esta diosa castigará a todo el que se vea atraído hasta ella (es decir, a todo lo relacionado en ella con Venus) e influirá cada vez más sobre esta mujer hasta provocar su destrucción (negación de la maternidad en Diana, como Semíramis frente a su heredero). Arquetipo muy moderno. pues — la “tentación masculina”, activa, por decirlo así, o ascendiente de Diana: vocación “natural”, de maternidad y comprensión, o ascendiente de Venus—, puede constituir una reflexión sobre un aspecto importante de la mujer, independientemente de la época en que fuera escrito, pero este tipo de mujer es propio ya de una mentalidad ilustrada “avant la lettre”. Es decir, es posible en Calderón, pero no antes. Quede al margen que las generaciones posteriores no llevaron más lejos el mensaje de ilustrados como éste, sino que se produjo la involución cultural que, a la larga, permitió fenómenos como la apropiación de Calderón por los “curanderos de honras” y otros zombies nacionales.

No pretendamos en estas escasas páginas críticas rellenar años de secuestro y ausencia de nuestro autor. Ciñámonos a una conclusión sobre este montaje: una serie de profesionales válidos — excepto la mayor parte de los actores, cuya ignorancia de Calderón y otras ignorancias se advierte desde que pisan la escena — nos dan un producto fallido, a veces irritante, donde ni le música horriblemente cantada ni la “funcionalidad” esquematizante del dispositivo escénico (Fabiá Puigserver) deja de decepcionarnos. Además, esa Semíramis dividida, polivalente, no existe en el texto escuchado en el María Guerrero. Ese enfrentamiento de tantas resonancias psicoanalíticas — véase un texto de Erich Fromm con el significativo título de Sexo y carácter — se escamotea por el reduccionismo de un adaptador, el desapego y la rutina de unos intérpretes, la incomprensión de unos profesionales anclados en un teatro del siglo XIX hacia el más moderno de sus clásicos.


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SANTIAGO MARTIN BERMIJDEZ
Copyright©martinbermudez

 


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